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Los pocitos del carbón: una historia de explotación y corrupción generalizada

Coahuila / Coahuila Principal / Especiales / Especiales Principal / 31 agosto, 2022

Por: Álvaro González

En el verano de 1985 estuve en San Juan de Sabinas, conocida como Rosita, y la región carbonífera toda. Y lo hice muy joven, era un trabajo periodístico que me llevó a un recorrido agotador por todos los municipios del norte de Coahuila.

Cuando eres muy joven la audacia es parte de la vida y además se atravesó el orgullo cuando tome un autobús urbano que iba repleto de mineros del carbón. Todos usaban pantalones cortos o shorts deportivos ya muy desgastados y sucios; el torso desnudo o con camisas desabotonadas; chanclas de hule; una toalla chica sucia atravesada al cuello y cascos de seguridad en las manos. Todos llevaban los ojos como si se hubieran colocado intencionalmente pintura negra alrededor de las pestañas. Su rostro era de cansancio y hastío, en medio de un calor sofocante, bochornoso.

Con camisa blanca y pantalón de gabardina limpios, de hecho recién bañado y comido, con una pequeña mochila deportiva, yo era ahí una extravagancia, además de un intruso, pero estaba en lo mío y me senté junto a un minero ya veterano, de rostro curtido y cuerpo delgado, correoso. Intenté una entrevista sobre el cómo era la vida en los “pocitos” del carbón, y entones me volteó a ver con una sonrisa irónica, casi burlesca y me dijo:

—¿Quieres conocer los pocitos? ¿Quieres conocer cómo es aquí de jodida la vida?

—Si —le dije.

—Pos te espero mañana, aquí en la parada del camión, a las 6, nomás que consíguete ropa como ésta, y si no te rajas, te metes al pozo conmigo, nomás te va a costar unas caguamas porque traigo mucha sed; si aquí hace calor, allá abajo está de la chingada.

Paró el camión, bajamos y caminamos hasta un destartalado estanquillo donde pagué la caguama, dejé pagadas otras cuatro, y pedí para mí un refresco. Entonces todo Rosita era un pueblo destartalado, de casas viejas de tablas, al estilo americano, pero desvencijado, de calles de tierra y un ambiente plomizo, como si hubieran soltado la tristeza a recorrer callejón por callejón.

NEGRO, COMO EL CARBÓN

Al otro día yo estaba puntualísimo a las seis de la mañana en la parada del camión y unos minutos después llegó Faustino, que así se llamaba. Venía con la misma vestimenta percudida y vieja pero lavada y se le veía fresco y de mejor ánimo.

Después de un recorrido aproximado de 20 minutos, bajamos del camión y debimos caminar algo más de un kilómetro para llegar al pozo.

Por fuera era una especie de torre de madera vieja, de unos cinco metros de altura, al lado de la cual se apreciaba un tejabán y del otro lado un promontorio de carbón. En el tejabán se ubicaba un cilindro de cable y otros cilindros más de sogas, el cable conectado a un motor y a un juego rústico de poleas.

Frente a mí un pozo con un diámetro de unos tres metros, como máximo, tal vez menos; una boca negra abierta en medio de un terreno de matorrales escasos y chaparros, que metía miedo sólo con asomarse.

Se acercó un hombre alto, obeso, en camiseta de tirantes, pantalones cortos y chanclas.

—¿Y este chavo qué chingaos, Faustino?

—Es periodista y quiere conocer el pozo, viene conmigo. No hay pedo, yo lo acompaño allá abajo.

—Cómo que no hay pedo, si no es turismo, güey; tú vienes a jalar. ¿Y luego quién lo va a sacar?, ¿pos a poco se va echar el turno allá abajo?

Lo que el hombre quería era una propina por mover a lo que le llamaba “la tabla”, que era la pequeña y rústica plataforma que subía y bajaba a los mineros de dos en dos.

—A ver, chavo —me dijo Faustino—, aquí unos cincuenta pesos pal caporal, que es el único que aquí trabaja de nalgas.

Encaramados en la diminuta plataforma, se escuchó el grito «¡bajan dos, van seis!», y el agujero negro nos tragó. No sé cuántos metros bajamos antes de tocar piso, pero el orificio de la boca se veía pequeño, del tamaño de un comal amarillento y brillante: hacía poco había comenzado a amanecer.

Todo era oscuro y había una sensación de humedad, el piso se sentía encharcado. La primera sensación, al menos para mí, era de temor, de estar atrapado en aquel enorme agujero.

—Prende la lámpara que traes amarrada al casco, y me vas siguiendo, no te me despegues —me comentó Faustino, al tiempo que echaba a andar por uno de los dos túneles que aparecieron, uno a cada lado de las paredes del pozo. Eran más bien bajos y no muy anchos.

Ya adentrados, las paredes comenzaban a ser de carbón, negro, con destellos vidriosos a la luz de las linternas. Caminamos un tramo que me pareció larguísimo, pero deberían ser sólo treinta o algo más de metros, donde el túnel se ensanchaba en una cavidad más grande, en la que ya trabajaban dos mineros golpeando a pico las paredes y paleando los pedazos de carbón a carretillas. Ahí el aire se sentía más pesado y había que amarrarse el paliacate a la cara para protegerse del polvo. Sólo uno de los mineros llevaba anteojos de protección.

Aun con las linternas, todo el ambiente era penumbroso y el martilleo de los picos sobre las paredes se volvió de rato monótono. Todos trabajaban con el dorso desnudo y empapados de sudor.

—A chingarle, güeyes, todo por no estudiar, cabrones; hora que vuelvan a nacer le hacen caso a su mamá —gritó el de más al fondo y comenzó por un rato la chacota.

Metidos en aquel infame agujero se percibía una gran camaradería y una gran campechanía en el trato, lo que era, y debe de seguir siendo, parte del modo de vida de los lugareños de esta región carbonífera, única en todo el país.

Después de casi una hora abajo, ya empapado de sudor y algo sofocado por la falta de costumbre, platico con Faustino, aprovechando que hace un descanso y bebe agua de un botellón de plástico.

—Ahora sí cuénteme cómo está este negocio del carbón y de los pocitos.

—Es un negocio cabrón. Aquí en el pozo hay tres enemigos que te pueden matar: un derrumbe, el gas y que le pegues a un manto de agua. El agua casi siempre avisa, primero se va filtrando, y da tiempo, hay que hacerle caso y no apendejarse, pero los derrumbes y el gas son más cabrones.

—¿Cómo anda la paga?

—Una chingadera; nos pagan por tonelada que sacas y sólo a fin de año. Si estuviste en este pozo todo el año, te dan un aguinaldillo, pero eso es todo, te viene saliendo como uno y medio, algunos meses un poquillo más (en ese año el salario mínimo era de 1,015 pesos, pero la inflación era enorme, antes de quitarle tres ceros a la moneda).

—Pero quién maneja el negocio —le pregunté.

—Ah, ésa es una chingadera grande. Hay un cabrón, acá chingón, que es el dueño de los terrenos y tiene los permisos de explotación, o los consigue cuando quiere; hay cabrones que tienen cientos, hasta miles de hectáreas. Luego hay otro cabrón, también de billete, que tiene una empresa que compra el carbón a mayoreo, este carbón que ves aquí, y lo revende a la siderúrgica en Monclova o a la Comisión (Federal de Electricidad), como si él lo explotara, o lo revuelve con otro carbón que sí explota él, pero casi todos revenden. Luego está otro cabrón que es el posero, que tiene menos billete, pero es el que abre el pozo y nos da el trabajo. Todos ganan y nosotros le chingamos. ¿Cómo la ves?

—¿Y quién responde si pasa algo?

—Pos quién, nomás a llorar al muerto, y el pocero le da cualquier cosilla a la viuda o a la familia y los que la libran a buscarle chamba en otro pozo. Está cabrón, pero yo ya tengo 25 años jalando de minero. Ya saqué a los hijos, ya no más mi vieja y yo, pero pos hay que seguirle dando, si siento que un pozo está riesgoso los mando a la chingada y me busco otro, porque, lo que sea, la chamba no falta.

Era el inicio de la fiebre del carbón, que comenzó en 1982, y todo indica que nada ha cambiado en 40 años. La desgracia de los 10 mineros de la mina o pozo de El Pinabete en Sabinas es una historia que se ha repetido hasta el hartazgo.

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