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Peña Nieto: el desastre y la vergüenza del PRI

Especiales / Slider / 3 septiembre, 2018

Por: Álvaro González 

Enrique Peña Nieto reconoció, el año pasado, que existía un enojo social, en una de las poquísimas ocasiones en que se ha referido indirectamente a su abrumadora impopularidad, que ha caído hasta alcanzar un 18%, el nivel más bajo para un presidente de la república desde que existen ese tipo de mediciones. 

Pero si la población en general está molesta con Peña Nieto, las camarillas políticas más importantes del PRI están a un paso de la cólera, que inicialmente era indignación y vergüenza ante un presidente que fue de la arrogancia y la incompetencia para conectar con la sociedad a la indignidad: uno de los cierres de sexenio más indignos de los que se tenga memoria. 

Hasta el sexenio pasado de Felipe Calderón, un presidente gobernaba hasta el último día de su mandato y entregaba la banda presidencial para perderse en un cuidadoso retiro. En ésta ocasión Peña Nieto parece haber dejado de gobernar desde el 2 de julio, un día después de las elecciones, para ceder el poder a un Andrés Manuel López Obrador apresurado, impaciente. 

Pero, en la opinión de quienes transitan por los pasillos del poder, esta abdicación indigna, remata la falta de sensibilidad, de entereza y lealtad de Peña Nieto y, de manera bastante obvia, en la opinión de los propios priistas, fue pactada con el propio Andrés Manuel López Obrador desde la campaña electoral. 

Peña Nieto pacta o transa con AMLO, según el término que se deseé emplear, la impunidad para él y para su círculo cercano, entre los que caben los ex gobernadores César y Javier Duarte, quienes se presume desviaron recursos públicos para su campaña electoral del 2012, pero entran también otros oscuros personajes bien conocidos. 

Se compra el perdón y se da como moneda de cambio al mismísimo PRI, al cual deja metido en un barranco, mucho peor del que dejara Roberto Madrazo, porque ahora las consecuencias pueden ser devastadoras al corto y mediano plazo, ya no digamos al largo. 

El primer paso de Peña Nieto en contra de la mayor parte de la cúpula priista y de la misma militancia, es designar, por el viejísimo ritual de “el destape”, a José Antonio Meade como candidato a la presidencia de la república. 

Es, de hecho, el principio del desastre, porque en su arrogancia e incompetencia, en la cual es básicamente acompañado por Luis Videgaray, no sabe tan siquiera llevar a cabo un viejo ritual, que era obsoleto e inadecuado para enfrentar en el proceso electoral que se venía encima. 

José Antonio Meade se vende como “un buen hombre” sin partido, un independiente, pero en realidad es un tecnócrata con un estilo taimado, que actúa bastante bien para transitar de un gobierno panista a uno priista como secretario de estado, pero no en una sino increíblemente en cinco secretarías distintas (dos veces en Hacienda). 

Absolutamente anticlimático, sin capacidad de liderazgo, incapaz de la más mínima autocrítica para no herir la susceptibilidad del presidente. 

La designación de Meade fue, en sentido estricto, un tiro en el pie y cayó como una plancha de concreto armado sobre el PRI como partido; lo aplastó y lo dejó sin margen alguno de maniobra. 

El solo anuncio de la candidatura del PRI y la del PAN catapultaron en las encuestas a Andrés Manuel López Obrador. Ambos candidatos eran fallidos, pero por lo menos Ricardo Anaya asumió su papel y jugó a algo, aunque al final no podía resultar exitoso. 

A media campaña el PRI estaba hundido en la tercera posición, con apenas un 17% de las preferencias electorales, lo cual era un desastre. A mitad de ese río turbulento, Peña Nieto despide a Enrique Ochoa y manda llamar a René Juárez, un político de base, ex gobernador de Guerrero, pero sigue dejando como coordinador de campaña a Aurelio Nuño, un tecnócrata de su círculo más cercano, totalmente inexperto en cuestiones electorales. 

Ante la inalcanzable posición de López Obrador, la camarilla de Peña Nieto emprende una estrategia sucia para tratar de colocarse al menos en la segunda posición, atacando a Ricardo Anaya, lo que resulta contraproducente al proceso, porque sí golpea la imagen de Ricardo Anaya pero José Antonio Meade no sube y sigue hundido en un distante tercer lugar. 

El siguiente paso fue transar la inminente derrota de Meade y viene el evidente acercamiento con López Obrador, al cual se le deja toda la pista libre. 

Cuanto esto sucede, ya las principales camarillas del priismo que no son cercanas a Peña Nieto habían marcado su distancia, no participaban en la campaña y algunos inclusive le facilitaron la operación a López Obrador. 

En el cierre del proceso, los medios de comunicación más importantes que se manejan desde la ciudad de México estaban volcados a favor del candidato de Morena, con la anuencia de la presidencia, que tiene una influencia muy importante sobre ellos. 

EL DESASTRE FINAL 

Llega la elección y los peores miedos del priismo se confirman. AMLO se lleva el 53.19% en la presidencial pero arraza en los estados, llevándose mayoría en la elección de senadores, diputados federales y casi todo lo que estuvo en disputa, incluidos 17 congresos locales y cinco gubernaturas. 

José Antonio Meade obtiene apenas un 16.4% y el PRI queda convertido no en la tercera fuerza política del país sino en la quinta, muy por debajo de un partido como el PT que apenas en la elección anterior luchaba por mantener su registro. Se perdió en distritos, municipios y estados donde jamás se había perdido. 

Ricardo Anaya, quien al final tuvo un distanciamiento frontal con Peña Nieto y pagó todos los costos de la división interna del panismo, alcanzó sólo un 22.27%, pero queda mejor posicionado que el PRI, especialmente en lo que se refiere a sus posibilidades de recuperación, dado que la clientela que le vota es clientela dura y además en su mayoría de clase media. 

Antes de que la autoridad oficial (el INE) emita los resultados oficiales de la elección, José Antonio Meade se adelanta a reconocer el triunfo de López Obrador, obligando a que haga lo mismo Ricardo Anaya, hacia el cual López Obrador tiene una verdadera animadversión, no así Meade, que vuelve a recurrir a su estilo taimado para parecer “un gran demócrata”, cuando en realidad seguía instrucciones de Peña Nieto. 

Lo que sigue es historia: AMLO arrasa de inmediato el escenario político nacional, mientras que Peña Nieto se repliega y cede el poder, además de comenzar a ejecutar su pacto de impunidad, como la liberación de Elba Esther Gordillo, quien, dejando a un lado su fingimiento de padecer problemas de salud, reaparece rozagante, retadora e inclusive amenazante, haciendo burla del gobierno peñista que le había metido a la cárcel. 

Viene todo lo anunciado: la descalificación del nuevo aeropuerto de la ciudad de México, la eliminación de la reforma educativa frente al propio Peña Nieto y sus ministros, las indicaciones para acelerar la firma del TLC con los Estados Unidos, las consultas populares, la toma de decisiones anticipadas de cómo se manejarán secretarías de estado, cámara de diputados, de senadores, etc. 

Entre esos acuerdos se para la designación de un fiscal general independiente, procedente de la sociedad civil, “porque las organizaciones de la sociedad civil también pueden ser corruptas”, reservando, como todo, la designación del nuevo fiscal a López Obrador. 

En cuanto termina la elección, Rene Juárez deja la presidencia del PRI y da un discurso autocrítico, augurando que vienen los tiempos más difíciles que haya conocido el PRI desde su fundación. Todo el que puede se va, pero Peña Nieto les secuestra el partido y designa a Claudia Ruíz Massieu. 

Habrá que esperar hasta el primero de diciembre próximo para deshacerse de la camarilla de Peña Nieto, mientras tanto hay repliegue de toda la cúpula priista dura. 

Para empeorar la imagen de indignidad de Peña Nieto, José Antonio Meade es recibido por López Obrador y mutuamente se llenan de elogios. Si no fuera porque ello sería una provocación que destaparía un conflicto anticipado, Meade no es designado como el nuevo gobernador del Banco de México.

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