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¿Por qué roban los políticos?

Análisis Político y Social / Slider / 5 octubre, 2020

Por: Gerardo Lozano

¿Cómo explicar la cleptomanía de los políticos si, como se puede observar, unos inician pobres, otros clasemedieros y otros más ya acaudalados, pero tienden a robar por igual, con desmesura e inclusive con cierto espíritu enfermizo que llega a la cleptomanía?

¿Cómo explicar a esa generación de gobernadores denominada como la “generación podrida”, que llega al poder en plena transición democrática? Su disposición de robo es escandalosa, obscena, no vista inclusive en periodos donde el viejo partido era hegemónico.

Lo más difícil de la corrupción es que se encuentra arraigadísima y está en el origen del sistema político mexicano, lo que requiere de cambios realmente profundos y de tiempo para poder erradicarla, no se trata de un sexenio o de la voluntad de un presidente, sino de un sistema al que hay que cambiar.

UN SISTEMA CORRUPTO DE ORIGEN

La revolución mexicana de 1910 tuvo como una enorme ventaja el no ser un movimiento ideológico, doctrinario, lo que nos libraría de regímenes como la Unión Soviética y como el Chino, que, en aras de la ideología, cometieron purgas terribles entre su población.

En contraparte, la revolución mexicana tiene como lema el sufragio efectivo y la no reelección, pero como motivo social real la distribución de la riqueza nacional, pero es un movimiento sumamente pragmático, donde los caudillos, que surgen de los lugares más insospechados, no tienen una formación que les dé una ética o moral indispensable que modere sus actos, lo que se convierte en una rapiña sin fin, todo en nombre de la causa.

La peonada sigue a pie y en harapos, pero todo el que se hace de un mando lo aprovecha. El que no tiene tierras se hace de un rancho o, si el rango se lo permite, de una hacienda; el que no tiene caballo toma el que puede, y así con todos los demás bienes.

Los carrancistas eran denominados por sus enemigos como “carrasclanes”, por la costumbre de cargar con todo lo que podían de los ranchos, pueblos y haciendas. Francisco Villa y muchos de sus generales, como el famoso Tomás Urbina, de Durango, tenían como oficio el de bandidos antes de iniciar la revolución, lo que da una idea de la manera como veían los bienes ajenos y la forma en que permitían el pillaje. Los obregonistas no hacían las cosas de una forma muy distinta, lo que siembra en la revolución la semilla de la corrupción, pero no para la peonada sino para “los jefes” y los caudillos, algunos de los cuales se vuelven señores feudales por décadas.

Después de la primera etapa, que es relativamente corta y va de la salida de Porfirio Díaz del país a la derrota del gobierno infame de Victoriano Huerta, lo que sigue es una guerra civil sumamente cruenta, donde un caudillo mata al otro hasta el arribo de Plutarco Elías Calles, algo bastante parecido a un dictador.

La revolución se vuelve institucional y da inicio el presidencialismo, donde el jefe absoluto de la república es el ejecutivo.

Después del asesinato de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles ejerce el poder de facto por diez años, primero de manera directa y luego a través de tres presidentes que obedecían a sus órdenes, hasta la llegada, en 1934, de Lázaro Cárdenas del Río, quien manda al exilio a Plutarco Elías Calles y establece la corriente del llamado “nacionalismo revolucionario”.

Las cosas cambian, el presidencialismo sigue, pero la revolución cobra un sentido social indispensable y baja la corrupción, que no desaparece ni alcanza tampoco niveles acordes a los de una república con división de poderes.

El Partido Nacional Revolucionario, creado por Calles a su medida, pasa a Partido de la Revolución Democrática con Lázaro Cárdenas, quien le da más participación a las masas y crea los tres sectores: obrero, campesino y popular, que era más bien el de los trabajadores al servicio del Estado (más tarde CTM, CNC y CNOP).

Es un partido creado desde el Estado, sin vocación democrática, pero cubre el requisito de las apariencias de un sistema electoral, sobre todo al pasar a las siglas del PRI con Manuel Ávila Camacho.

Los problemas del sistema político mexicano quedan así definidos: un presidencialismo institucional; un partido hegemónico que era más bien una agencia de colocaciones, al depender por completo de los gobernadores y del presidente y, lo que duraría más tiempo, una subordinación de los poderes legislativo y judicial al ejecutivo, lo que impide el desarrollo de un sistema de impartición de justicia en el país y de leyes reales.

EL PRESIDENCIALISMO, LOS EMPRESARIOS

Cárdenas deja como sucesor, no se sabe bien a bien por qué, a Manuel Ávila Camacho e inicia lo que se conoce como el periodo del “desarrollo estabilizador”.

Maximiliano Ávila Camacho, hermano del presidente, gobernador de Puebla, cacique y Secretario de Comunicación y Obras Públicas, es uno de los personajes más corruptos y depravados de la primera parte de la política del siglo XX. Es un personaje que inclusive ha sido llevado a la literatura y al cine como la imagen de la corrupción política (“Tenga para que se entretenga”, de José Emilio Pacheco y “Arráncame la vida” de Ángeles Mastretta, por ejemplo). Muy probablemente murió envenenado para sacarlo de la contienda presidencial, pues quería suceder a su hermano, y eso era intolerable ya entonces.

Con Miguel Alemán Valdés (1946-1952) llega el “sexenio alegre” y se establecen las formas de la corrupción que hoy conocemos.

El primer presidente civil emprendió lo que se comenzó a mencionar como “las grandes obras de infraestructura” y, con ellas, el enriquecimiento de dos grupos: los funcionarios públicos y los empresarios que realizaban tales obras, con los procedimientos que hasta hoy son utilizados.

Se da inicio a la formación de una “clase empresarial”, lo que impulsó el desarrollo, pero la principal fuente de riqueza era el Estado.

El periodista Renato Leduc relata cómo explicaba la corrupción Miguel Alemán Valdés:

“Cuando se propone uno edificar una casa se principia por elaborar un presupuesto: cien mil pesos, pongamos por caso. Pero a la postre la casita cuesta el doble porque todo mundo le roba a uno, desde el ingeniero que duplica los costos hasta el velador o el albañil que se llevan los ladrillos. Y si se pone un supervisor, quien se lleva todo es el supervisor. Lo mismo ocurre con las obras públicas”. (Obra Literaria, 509)

Así nacieron gran parte de las fortunas que posee la clase alta mexicana.

El mismo Leduc, en su sátira, creó el personaje “El Alto Funcionario” que, en la opinión de Arturo Sotomayor, motivó al dibujante Abel Quezada para crear su monito Gastón Billetes.

Éste era el personaje:

(El Alto Funcionario) hace cinco años era un infeliz que no tenía en qué caerse muerto, un pobre diablo que andaba a salto de mata, sableando a todo mundo, y ahora, ya lo ve usted: brillantes en los dedos, en la corbata y hasta en la nariz; automóviles de todas marcas; palacete en Las Lomas; quinta en Cuernavaca, leonero en Acapulco; queridas rubias, morenas y entreveradas, que si es cierto que se pitorrean de él a diestra y siniestra, en cambio le cuestan un ojo de la cara.

Va desapareciendo así el cacique torvo, matón, mujeriego y dueño de vidas y haciendas, al estilo Maximiliano Ávila Camacho, para darle paso al “señor funcionario” que da concesiones, hace obras con sus amigos empresarios y roba cuanto puede del erario público. Todo ello con singular hedonismo y alegría, de ahí lo de llamarle el sexenio alegre al de Miguel Valdés.

En ese sexenio proliferaron Gastones Billetes como hongos, tanto en el poder federal como en los estados, principalmente en la persona de los propios gobernadores, todos amigos o compadres del señor presidente.

UNA PAUSA CON EL PRIMER ADOLFO

En uno de muchos misterios, pues sólo el soberano pecho del presidente guardaba las razones para escoger a su sucesor, al “sexenio alegre” de Miguel Alemán le siguió el de Adolfo Ruiz Cortines, un avaro de los dineros públicos, quien se dedicó, según la crónica de la época, a producir frases folklóricas y sentencias filosóficas, no a construir obras.

Este adusto, tacaño, resultó un gobernante de vida totalmente discreta, cuya única pasión era el dominó, y los Gastones Billetes se tuvieron que esperar por lo menos seis años para volver al saqueo del erario público.

El personaje tuvo una vida tristona y una muerte más bien patética, pero le metió un parón a la corrupción y, por supuesto, dejó buenos números, pero no dejó grandes obras, aunque el “desarrollo estabilizador” ya estaba encaminado.

Vino enseguida el “segundo sexenio alegre” con el segundo de los Adolfos; Adolfo López Mateos, un hombre carismático, de un gran encanto para el pueblo, hedonista, dado a las bellas artes y a las cosas de la vida que producen felicidad. Los problemas le aburrían y, literalmente, le producían terribles dolores de cabeza.

La sátira siempre ha dicho que su lema de gobierno era “viajes y viejas”.

Sin los excesos de Miguel Alemán, el “desarrollo estabilizador” siguió su rumbo y con él los negocios públicos y privados. Siguió también el presidencialismo imperial, la ausencia de un sistema de justicia eficiente e institucional, todas las prácticas del único y dominante partido oficial y, en consecuencia, la corrupción institucionalizada, pero a su muerte, el segundo de los Adolfos fue llorado por el pueblo, pues fue realmente un gobernante muy querido.

EL OTRO GUSTAVO Y LUEGO EL POPULISMO

Como en las otras sucesiones presidenciales, la que siguió es inexplicable. Un presidente carismático, querido, galán consumado, amante de las artes y la buena vida, escogió para sucederlo a un hombrecillo feo, oscuro, autoritario, sin carisma alguno, pero fanático del orden y del ejercicio del poder.

Algunos críticos opinan que esto se explica en parte porque a Adolfo López Mateos no le gustaba lidiar con problemas y asuntos aburridos de gobierno, así que su Secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, se encargaba de tener en orden la vida política de la república y lo hacía con bastante eficiencia, además que poseía dotes de administrador.

El problema de Díaz Ordaz no fue la vida alegre y tampoco, eso hay que decirlo, la corrupción. El país creció a un 8% anual, con una inflación del 2.7%, algo que no ha vuelto a suceder desde su periodo, que finaliza en 1970.

El problema fue el agotamiento del sistema presidencial y la falta de democracia, algo que su carácter autoritario no supo resolver y terminó, como ya es bien conocido, con la represión del Estado hacia el movimiento estudiantil, instrumentada por Luis Echeverría Álvarez, todavía vivo, quien ha sido tratado con mucha más benignidad por la crónica.

Con Díaz Ordaz termina el periodo del “desarrollo estabilizador” o el “milagro mexicano”, para darle paso a la llamada “docena trágica”, dominada por los gobiernos populistas de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo, en los cuales se termina con el “desarrollo estabilizador” y sus grandes resultados económicos, para darle paso a un populismo desbocado, que desató la corrupción y le dio paso al “nacionalismo revolucionario”, con resultados desastrosos para la economía, un nulo avance democrático (de hecho hubo más represión), e inaugura el populismo.

José López Portillo, frívolo, irresponsable, ególatra, no tuvo siquiera contendiente a la presidencia de la república, lo que le obligó a lanzar una incipiente “reforma política” y aceptar una mínima apertura política.

Se encuentra en su periodo con un auge petrolero (Cantarell) y puede seguir derrochando dinero público, pero termina en medio de la primera gran crisis después de la de finales de los años treinta, debida a la gran recesión mundial.

Los crecimientos sostenidos de la economía de hasta un 7 y 8% anual terminan, para caer en crecimientos mediocres que van del 2 al 3% anual.

El siguiente gobierno con Miguel De la Madrid Hurtado, un opaco e intrascendente presidente, pretende una “renovación moral”, pero en realidad no hace nada para cambiar el sistema que propicia la corrupción, aunque su gobierno, por la crisis heredada, tiene que ser obligadamente austero.

¿Por qué roban los políticos? La primera razón sería que lo hacen porque la grasa que mueve al sistema político mexicano desde su nacimiento es la corrupción, por lo cual se ingresa a la política como un medio de ascenso social, lo cual sería legítimo, pero en este caso la gran mayoría de los políticos que accede a un cargo público busca enriquecerse, no importa su nivel social de origen ni el partido del que provenga.

La segunda y tal vez más importante razón es que la corrupción no es castigada, porque el sistema judicial mexicano no es todavía independiente y totalmente autónomo, mientras que el poder legislativo está totalmente subordinado al presidente de la república, a los gobernadores o a los partidos políticos.

En principio sólo se lleva ante la ley a un adversario, no a cualquier delincuente público, lo que no es justicia sino vendetta política, que es otra forma de corrupción: usar la justicia como instrumento político.

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Redacción




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