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El Congreso, lacayo del señor Presidente

Especiales / 11 junio, 2023

Por: Gerardo Lozano

Porfirio Díaz llegó al poder en 1876 después de cuatro guerras (la de independencia en 1810, la de 1847 contra Estados Unidos, la de reforma en 1858, la de la invasión francesa en 1962), de decenas de levantamientos, asonadas y pronunciamientos, los últimos encabezados por él mismo.  Lo primero que hizo al llegar a la presidencia fue subordinar al Congreso, algo que habían hecho muchos presidentes anteriores que deseaban un poder absoluto, autocrático, y no estaban dispuestos a compartirlo con las facciones legislativas.

Como Benito Juárez había durado en el poder 15 años y no lo dejó hasta que, oportunamente, la muerte le sorprendió apenas unos meses después de su última reelección, Porfirio Díaz, increíblemente, pidió al Congreso reformar la constitución para prohibir la reelección sucesiva, por lo que en 1880 puso a su compadre Manuel González Flores como presidente por un periodo (1880-1884).

En 1814 fue electo nuevamente como presidente y le tomó tal gusto al poder que, por puro trámite, volvió a pedir al Congreso restablecer la reelección presidencial y no soltó el poder hasta que fue echado en 1911, a los 80 años de edad.

Pero su dictadura seguía cubriendo las apariencias, así que había elecciones al final de cada periodo, y las ganaba arrolladoramente, no faltaba más. A partir de su segundo mandato, él se encargaba de aprobar la lista de los integrantes del Congreso, diputados y senadores; lo mismo hacía con el poder judicial, pero estos funcionaban como si se tratara en efecto de una república democrática, siguiendo el modelo estadunidense.

Curiosamente, el lema de Francisco I. Madero en 1910, “sufragio efectivo no reelección”, era exactamente el mismo que había enarbolado Porfirio Díaz en su Plan de la Noria, en 1871, contra Benito Juárez, para que este no se volviera a reelegir, argumentando lo dispuesto por la constitución de 1857. De manera turbulenta, pero Juárez se volvió a reelegir, como Porfirio Díaz lo haría por última vez en 1910.

Una vez establecido el nuevo régimen al término de la sangrienta revolución iniciada en 1910, el sistema político del país siguió siendo, en la teoría, el de una república democrática, con un presidente electo por el voto popular y la división de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial.

Del lema del sacrificado Francisco I. Madero, sólo se cumplió lo de la no reelección, pero nunca el sufragio efectivo y menos la división de poderes. Surgió lo que algunos historiadores han denominado como la “presidencia imperial”, que, en la práctica, era una especie de neoporfiriato. 

El presidente, como don Porfirio, era omnipotente; sólo que se tenía que ir a su casa al final de su periodo, pero su último acto de poder era designar a su sucesor.

El Congreso era repartido según convenía a los intereses del PNR, luego PRI, pero con la aprobación del presidente. No existían diputados de oposición, todos eran “revolucionarios” y luego hubo unos cuantos que eran unas pobres almas perdidas, en medio de una turba que solía llevar, literalmente, pistola al cinto.

Lo que mandaba el señor presidente se aprobaba y sin cambiarle una coma, para que siguiera “la marcha de la revolución”.

El presidencialismo postrevolucionario no admitía, ni admite, división de poderes, como tampoco lo admitía el porfiriato, de donde viene ya la muy mala fama de los diputados y senadores, que son, con justa razón, las figuras políticas más desprestigiadas entre toda la clase pública.

LOS PLURINOMINALES Y LA “REFORMA POLÍTICA”

Ya para los años setenta, la “dictadura perfecta” comenzó a tener problema en los dos desastrosos sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo, por lo cual Jesús Reyes Heroles, el político priista más inteligente de su generación, convenció al presidente de que era necesario lanzar una reforma política que abriera, al menos un poco, la cerrazón del sistema a otros partidos políticos, como el viejo PAN, que seguía sin ganar casi nada.

Se decidió así la creación de las diputaciones y senadurías plurinominales, con lo cual la Cámara de Diputados pasó de 300 hasta 500 diputados y el senado aumentó un plurinominal por cada estado, más los dos de elección directa o llamada mayoría relativa.

Con esto el PAN y otros partidos comenzaron a tener diputados y senadores, lo que permitió que hubiera debate y cierta gritería en las cámaras, pero la mayoría la seguía conservando el PRI, es decir, el presidente.

Así fue hasta 1997, el 6 de julio, que el PRI pierde por primera vez la mayoría en el Congreso y se inicia un proceso de democratización en el país, que se confirma en el año 2000, al perder el PRI la presidencia de la república y ganarla el panista Vicente Fox.

El Congreso, en sus dos cámaras, cobra otra dinámica muy distinta, donde ya no hay un partido dominante y bajo las órdenes del presidente. Para cambiar leyes, ya no se diga para hacer reformas a la constitución, se requería de la concertación entre el partido en el poder y los opositores, que podían sumar mayoría.

En 2018 el emergente partido Morena gana la presidencia de la república, pero además gana la mayoría de las dos cámaras, junto con sus aliados el PT, el PVEM y Encuentro Social, mientras que el PRI entra en una grave crisis progresiva y el PAN pasa también por un mal momento, después de haber gobernado el país por dos periodos.

Apenas llegar a la silla presidencial, Andrés Manuel López Obrador comenzó a dejar en claro algo desconcertante: estaba de vuelta el presidencialismo que, por principio, exige la subordinación del Congreso al presidente. De pronto el país estaba dando un paso atrás en su proceso de democratización, cuando la apertura política se estaba consolidando.

En una especie de resurrección neopriista, se restablecía la subordinación abierta y muy desaseada del legislativo al ejecutivo. El presidente comenzó a mandar una andanada de propuestas de leyes y de reformas constitucionales, exigiendo su inmediata aprobación. La oposición lo único que ha podido hacer es frenar algunas reformas a la constitución, ya que, aunque Morena y sus aliados tienen mayoría simple, no suman las dos terceras partes de las cámaras, pero aún así se han dado mucha maña para tratar de imponer la voluntad presidencial.

Las cosas han llegado a tocar fondo el pasado 28 de abril, llamado el “viernes negro” por los legisladores de oposición. 

El presidente les exigió a las cámaras la aprobación de un paquete de 20 iniciativas al mismo tiempo y con carácter de “urgencia”, aunque tal “urgencia” era inexistente, al mismo tiempo que públicamente ordenaba la desaparición del INAI, Instituto Nacional de Acceso a la Información, que no ha podido funcionar porque no le han designado a tres de sus consejeros.

La oposición exigía que se eligiera al menos a un consejero del INAI, para que pudiera sesionar, pero el presidente envió la orden de que no, que el INAI debe desaparecer como tal. No hubo acuerdo y los opositores tomaron la tribuna, así que los senadores de Morena urdieron irse a una sede alterna, que fue el edificio de la sede antigua del senado, pero como no pudieron entrar al recinto, debido a que una senadora panista había logrado trasladarse en bicicleta hasta el lugar y encadenarse al sillón del presídium, se decidió sesionar en el patio.

Pero antes de iniciar la anómala sesión, todos los senadores morenistas, acompañados por las cuatro “corcholatas” o precandidatos oficiales a la presidencia de la república de Morena, fueron antes a Palacio Nacional a recibir las órdenes y la bendición del presidente, algo que jamás se había hecho antes, en lo que es ya una franca borrachera del poder.

Ya bendecidos se dirigieron a la antigua casona de Xicoténcatl, se instalaron en el patio, abrieron la sesión cerca de las 10 de la noche y, en cinco horas, aprobaron los 20 dictámenes solicitados por el presidente, a razón de un dictamen cada 15 minutos, sin la oposición, sin paso por comisiones, sin lectura, sin debate, todo en fast-track. Y no era cualquier tipo de dictámenes; había algunos de suma importancia.

El grotesco acontecimiento significó un serio retroceso en la vida parlamentaria del país, por lo menos desde 1997 a la fecha, y deja flotando la preocupación de lo que puede hacer el actual grupo en el poder, si tuviera las dos terceras partes de las cámaras, pues su comportamiento es claramente autocrático y contrario a las reglas de una democracia. 

En tiempo pareció retroceder para fijarse en el apogeo del régimen porfirista o, si no se quiere ir tan lejos, en los años del apogeo de la “presidencia imperial” del PRI.

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Redacción




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