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Lo peor del centralismo está de vuelta con la 4T

Especiales / Especiales Principal / Slider / 31 enero, 2021

Por: Rodrigo Trejo

El gobierno de López Obrador se ha distinguido por un constante afán de restarle autonomía a las administraciones estatales, principalmente a aquellos gobiernos con los que existen diferencias políticas. Con sus justos matices, éste y otros aspectos forman una cuádrupla comparativa con aquel centralismo que históricamente parecía haberse ya superado: control personal del poder, reprobación de la disidencia, ministros de fidelidad ciega y atender consejos sólo a conveniencia.

En su “Historia de la Nación Mexicana” (1942), el sacerdote jesuita e investigador Mariano Cuevas hace un interesante recuento de las causas que motivaron la Guerra de Independencia y la consumación de la misma, cuyo aniversario 200 celebramos este año, entre las cuales se consideran las más importantes el centralismo de la corona española y la brutal sobre-concentración de la riqueza en la Nueva España.

“España”, comenta el historiador, “estaba agobiada por los gastos enormes en sus guerras, cargada de colonias chicas que, no encontrando subsistencia en sí mismas ni en la madre patria, estuvieron por largos años al cargo económico de la Nueva España. Según los datos oficiales del segundo Revillagigedo, de los 252 millones que se acuñaron desde 1766 hasta 1788, en México sólo quedaron 31 millones, y todo el resto pasó a la península o a gastos de ella en otras partes”.

“Llegó a su colmo esta opresión”, continúa Cuevas, “cuando en 1804 vino a realizarse el Real Decreto para trasladar a las arcas reales de la península, los bienes raíces de las obras pías, capellanías, colegios, hospitales, cofradías y demás lugares piadosos de todo el virreinato”.

La corona española era en la última parte del siglo XVIII un verdadero desastre, con reyezuelos cada vez más ineptos y banales, que habían llegado inclusive a prohibir que su principal colonia, la Nueva España, comerciara libremente con otras naciones y se limitara a comerciar sólo en los dominios españoles.

El centralismo fue uno de los pilares del coloniaje, por lo cual tanto el puesto de virrey como los principales cargos administrativos y de toda índole que dependían de la corona eran asignados a españoles peninsulares, tratando como de segunda a los llamados españoles criollos, que comenzaron a estar cada vez más resentidos y, al final, son quienes conspiran y acaudillan la guerra de independencia.

Como sacerdote jesuita que era, lo que no le quita en forma alguna su mérito de historiador, Cuevas se refiere al colmo de la corona española de confiscar los bienes y ganancias de las instituciones que él denomina piadosas, para financiar el gasto del imperio que se desmoronaba, en manos de una realeza completamente decadente.

Entre los ideólogos precursores de la independencia de México, se encuentra el que era, a principios del siglo XIX, obispo de Valladolid (hoy Morelia), don Manuel Abad y Queipo, miembro de una familia de la nobleza, pero de pensamiento liberal y sumamente crítico sobre la condición económica en que vivían los habitantes de la Nueva España, anticipando que el rompimiento era sólo cuestión de tiempo.

El padre Mariano Cuevas rescata de los Archivos de Indias varios textos que no tienen desperdicio, entre los cuales se encuentra esta descripción:

“Los españoles (criollos y peninsulares), compondrán un décimo del total de la población y ellos solos tienen casi toda la propiedad y riqueza del reino. Las otras dos clases, que componen los nueve décimos, se pueden dividir en dos tercios, los dos de castas (todos los mestizajes del país) y uno de indios puros.

”Indios y castas se ocupan en ejercicios domésticos en los trabajos de agricultura y en los menesteres ordinarios de las artes y oficios. Es decir que son criados, sirvientes o jornaleros de la primera clase. Por consiguiente, resalta entre ellos la oposición de intereses y afectos que es regular entre los que nada tienen y los que lo tienen todo. La envidia, el robo, el mal servicio de parte de los unos; el desprecio, la usura, la dureza de parte de los otros.

”Estas resultas son comunes hasta cierto punto en todo el mundo; pero en América suben en muy alto grado, porque no hay graduaciones y medianías, son todos ricos o miserables, nobles o infames”, concluye Abad y Queipo.

EL ABSOLUTISMO TRASCIENDE SIGLOS

Abad y Queipo no quería la guerra, fiel a su posición de clérigo y obispo de Valladolid, hoy Morelia, por lo mismo no se andaba con vueltas al momento de analizar la situación social de la Nueva España, inclusive excomulgó a Miguel Hidalgo, pero luego él mismo fue procesado acusado de traición a la corona, perdonado y vuelto a perseguir por su pensamiento. Murió confinado en un convento en España, en el segundo año de una condena de seis.

El obispo de Michoacán, cuna de la independencia de México, pues Guanajuato era parte de la provincia, fue indiscutiblemente uno de los principales ideólogos y precursores de la independencia.

Las cuatro llagas sociales de nuestra patria, puso por escrito, llagas que la vieja España estaba  muy lejos de poder curar eran: desorden económico, opresión de las razas nativas, abusos administrativos y abusos contra la Iglesia, por parte del Real Patronato.

Dirigiéndose al rey Fernando VII, le pedía un nuevo sistema más justo, sabio, generoso, liberal y benéfico: “Que cese para siempre el sistema de estanco, de monopolio (del poder y la riqueza) y de inhibición general que ha gobernado hasta aquí , y ha ido degradando la nación en proporción de su extensión y progreso, dejándola sin agricultura, sin artes, sin industrias, sin comercio, sin marina, sin arte militar, sin luces, sin gloria, sin honor…” (Archivo General de Indias citado por el padre Mariano Cuevas).

Pero Abad y Queipo se estaba dirigiendo lamentablemente a Fernando VII, considerado por la crítica muy probablemente como el peor rey español, un absolutista, al cual su más reciente biógrafo, Emilio Parra López describe de esta manera:

“Desde 1814 hasta su muerte, salvo el intervalo constitucional de 1820-1823, su política consistió en el control personal del poder, valiéndose de la represión de toda disidencia y de unos servidores cuya única pauta de comportamiento fue la fidelidad ciega a su señor. Fernando VII gobernó a su manera, como un déspota, escuchando los consejos que en cada ocasión le convenían, sin ajustarse a ningún precedente específico y como nadie lo haría después de él.”

Abad y Queipo fue ministro de tan lamentable personaje, pero, por razones obvias, duró sólo tres días en el cargo y después fue perseguido por sus ideas.

Si uno lee con detenimiento el perfil de Fernando VII pareciera estar leyendo el perfil de muchos otros gobernantes del siglo XIX en que vivió, pero también del siglo XX y, cosa inusitada, del actual siglo XXI.

Aunque nos parezca escandaloso y pueda ser motivo de reacciones virulentas por parte de sus partidarios, Andrés Manuel López Obrador recoge, en su estilo personal de gobernar, una parte de toda esa tradición centralista y absolutista que se enquistó en la cultura política del periodo colonial, que restablece en el mismo siglo XIX Porfirio Díaz y que recoge, en muchas de sus manifestaciones, el régimen que emerge de la revolución mexicana, que gobierna ininterrumpidamente hasta el año 2000.

Por supuesto que hay matices, periodos de un mayor relajamiento y también circunstancias muy distintas, pero el absolutismo, a través de una presidencia imperial, sobrevive en el sótano del Estado mexicano y emerge cada cierto tiempo, con diferentes ropajes y discursos, pero finalmente con muchas de sus características.

Si resumimos el absolutismo de Fernando VII, tenemos cuatro características principales: control personal del poder, represión de toda disidencia, servidores (ministros) cuya única pauta de comportamiento es la fidelidad ciega a su señor y, no menos importante, escuchar los consejos que en cada caso le convienen, sin ajustarse a ningún precedente específico.

Si los desglosamos y los vemos a través de los actos, el discurso y el estilo del gobierno de López Obrador, las conclusiones son muy inquietantes.

Primero: control personal del poder. Los hechos muestran, de manera incontrovertible, que López Obrador tiene un control personal absoluto del poder, lo cual no sólo hace sino que ostenta todos los días por la mañana en sus conferencias.

Segundo: represión de toda disidencia. Aquí hay matices que deben ser considerados con cuidado, pero también es incontrovertible que este gobierno es intolerante con cualquier tipo de disidencia y la ataca, no sólo verbal y mediáticamente, sino con actos de gobierno y con políticas concretas, como se hace ahora al tratar de someter a todos los organismos autónomos, ni siquiera dignarse dialogar con los gobernadores federalistas y acusar a toda forma de oposición de enemigos de su proyecto, denominándolos conservadores y neoliberales, inclusive al mismo movimiento feminista del país.

Tercero: servidores (ministros) cuya única pauta de comportamiento es la fidelidad ciega a su señor. Esto no requiere ni tan siquiera de demostración, es demasiado obvio. Nadie está en el gabinete si no tiene una fidelidad ciega a López Obrador, así lo ha pedido él textualmente. No hay un solo ministro con voz y vida política propia, ni uno solo.

Cuarta: escuchar los consejos que en cada caso le convienen, sin ajustarse a ningún precedente específico. En su tercer año de gobierno, López Obrador ha dejado más que claro que no escucha consejo de experto alguno, por más delicada que sea la materia. Él toma la decisión final en todos los asuntos, aunque técnicamente desconozca de la materia, muchas veces por simple intuición, por impulsos del momento o por algún acto de simpatía o de enojo.

EL CINCUENTA POR CIENTO

A diferencia de lo que afirmaba Manuel Abad y Queipo sobre la situación social en la colonia antes de la guerra de independencia, el México de hoy se compone en un 50% de gente pobre, de los cuales alrededor de un 20% vive en extrema pobreza, con muy pocas o ninguna posibilidad de salir de su condición.

Del restante 50% de la población, un 10% se compone de la clase alta y media alta, mientras que el restante 40% es clase media y media baja.

López Obrador llegó al poder debido al nivel de pobreza que hay en el país, generada en buena parte por la corrupción y la ineptitud de una clase política que se dedicó por casi un siglo a obtener beneficios del ejercicio del poder, pero ha habido cambios importantes en las últimas tres décadas, por los cuales el viejo sistema políticos ha tenido modificaciones y se ha orientado hacia una democracia más desarrollada, aunque todavía débil en muchos aspectos.

Es incuestionable que López Obrador tenga el propósito de abatir los índices de riqueza, pero políticamente lo quiere hacer socavando la democracia y trayendo de vuelta el centralismo y el populismo de ciertos gobiernos del siglo pasado, pero además su estilo personal de gobernar tiene mucho de absolutista: el Estado es él, lo que hace casi imposible la tarea que se propone.

Una de las consecuencias del centralismo de la colonia y del absolutismo fue el abandono de los territorios del norte de la Nueva España, los cuales no fueron debidamente colonizados y eran sujetos a un abandono, por una parte, mientras que por otra se impedía la iniciativa y la libertad de las provincias.

López Obrador se está convirtiendo en un presidente ferozmente centralista, tratando de quitar autonomía y poder de toma de decisiones a los estados, en todo lo que se refiere a las tareas propias de gobierno.

Ha concentrado la mayor parte de los recursos de la hacienda pública, de igual manera que lo hacía la corona española o los gobiernos autoritarios del siglo pasado, sujetando a toda la federación a una austeridad absurda.

Gran parte de ese dinero lo ha utilizado en lanzar programas clientelares centralizados, a tal grado que ni aún en la pandemia de COVID-19 ha implementado un esquema participativo y de sinergia con toda la federación. Para él todo aquel que está fuera de su círculo de influencia y no le guarda una fidelidad ciega es sospechoso de corrupción, de disidencia, de tener malas intenciones hacia su proyecto y, en consecuencia, hay que combatirlo de alguna manera.

Está gobernando como si la clase media no existiera, cuando representa el 40% de la población y como si los empresarios no fueran quienes pueden organizar la iniciativa privada para generar riqueza.

Su deseo es que el Estado sea el centro económico, político y administrativo del cual dependa todo el país, lo que es un grave error que está causando ya graves problemas que se reflejan como la paralización del crecimiento económico, la disminución de la inversión, la paralización del espíritu emprendedor y, como consecuencia de todo ello, el incremento del porcentaje de mexicanos que viven en pobreza.

La historia es madre y maestra, pero de quién la quiere escuchar, no quien se empeña en traer lo peor del pasado que tantos daños provocó.

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Redacción




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