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La manzana podrida del sistema judicial

Especiales / Slider / 31 agosto, 2020

El verdadero origen de la corrupción es la ausencia de un Estado de derecho

Por: Gerardo Lozano

La corrupción en México es una subcultura arraigadísima, que se remonta al periodo colonial y a la fundación misma del país. Cometer corrupción es una práctica enquistada en todo el sistema político del país, pero involucra a gran parte de la sociedad, donde la única diferencia es el monto y la naturaleza del acto de corrupción, que puede ser desde una simple dádiva por saltar un trámite burocrático, hasta actos criminales de enormes magnitudes.

Desde sus orígenes, el sistema político surgido de la revolución de 1910 fue corrupto. Los caudillos, los jefes políticos, los militares y los gobernantes hicieron muy pronto de la corrupción una práctica sumamente común.

Álvaro Obregón, el primer presidente de la república que tuvo ya un gobierno estable e inclusive de grandes obras, estableció la máxima: “nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos”. Y de ahí para delante la corrupción ha sido la grasa que hace girar al sistema político mexicano, por lo que hoy hablar de haber terminado con la corrupción se puede considerar como demagogia.

A lo más que puede aspirar un gobierno sexenal es a moderar los niveles de corrupción, lo cual, si se vuelve tendencia, puede llevarnos a estándares de corrupción relativamente moderados.

Pero para frenar la corrupción se requiere de un Estado de derecho sólido y, en consecuencia, un sistema judicial eficiente e independiente del poder gubernamental, que es el ejecutivo, así como del poder legislativo.

Hoy estamos tratando de luchar contra la corrupción con el mismo sistema judicial, que es una manzana podrida de corrupción e ineficiencia.

Tenemos, de origen, policías muy poco profesionales y corruptos, que no saben siquiera resguardar una escena del crimen. Los servicios periciales, aunque han avanzado en los últimos años, se encuentran en la edad de las cavernas si los comparamos con los servicios periciales de los países desarrollados, que tienen recursos tecnológicos y científicos de avanzada, lo cual inclusive se puede observar en la televisión y el cine.

Los agentes del ministerio público, aun con la llamada reforma del sistema de justicia, tienen un nivel de competencia usualmente muy bajo, considerando que son quienes deben llevar la investigación de un caso y deben coordinar a las policías y a los servicios periciales, que se siguen limitando ordinariamente a un médico forense que realiza medianamente su trabajo, en el mejor de los escenarios.

En ocasiones se llega a hablar de que ya se cuenta con una policía “científica”, lo que es más parte sentido del humor que realidad.

En el nivel de los jueces y juezas, existe un enorme manoseo político, ya sea por iniciativa de  muchos de ellos o de una fama pública de corrupción dentro del gremio de la abogacía y, contra lo que se dice, son cada vez más los políticos que pasan a magistrados, algo que anteriormente se cuidaba; por lo menos un magistrado debería tener toda una carrera dentro del sistema judicial; hoy se ha llegado al extremo de tener magistrados que nunca han litigado en forma, lo que es sumamente delicado.

ORGANISMOS Y MÁS ORGANISMOS

De forma paralela al aparato judicial, desde el sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado, que se manejó bajo el lema de la “renovación moral”, comenzaron a surgir organismos públicos encargados de supervisar el desempeño de los funcionarios, lo mismo que el acceso a la información de todo el desempeño de la administración pública desde el nivel municipal hasta el federal. Hay Secretarías de la Función Pública, Auditorias Superiores de los Estados, Auditorias Municipales, Institutos de Transparencia y Acceso a la Información Pública, Comisiones de los Derechos Humanos y una larguísima lista de organizaciones de la sociedad civil que velan por todo tipo de derechos; de infantes, de mujeres, de indígenas, de transgéneros, de migrantes…

Contradictoriamente nunca habíamos estado tan mal en materia de criminalidad y la corrupción no cede, aunque tengamos a un gobierno que la ha tomado como su lema principal, pero falta muchísimo para poder afirmar que ha logrado, al menor en parte, su propósito.

La corrupción es muy ingeniosa, es de alto contagio y los corruptos suelen estar a la vanguardia en muchos asuntos técnicos. Antes se utilizaba el portafolio lleno de billetes para entregar el soborno a un alto funcionario, hoy, a través de una sofisticada operación digital-financiera, se pueden trasladar recursos a cuentas cifradas en los más insospechados paraísos de “lavado de dinero”. Si se llegan a detectar es porque alguien traiciona un pacto de silencio o se cobra una venganza filtrando información, no por la eficiente labor de las fiscalías o de los organismos de vigilancia.

Además de ingeniosa, la corrupción es expansiva por naturaleza y está siempre en busca de nuevos nichos de oportunidad y de procedimientos cada vez más sofisticados, porque parte de la modernidad es inventar nuevos trámites y nuevos procedimientos, lo que obliga a los corruptos a ir siempre un paso adelante.

LA CORRUPCIÓN COMO INSTRUMENTO POLÍTICO

Algo muy frecuente en el medio político es que la corrupción se utilice como un instrumento para atacar a los adversarios y afianzarse en el poder. Cuestionado sobre la gran cantidad de funcionarios corruptos del periodo de Miguel Alemán Valdés, el presidente Adolfo Ruiz Cortines le contestó a un entrevistados: “por ahí los tengo, amarrados con su propia cola”.

Refiriéndose al llamado “sexenio alegre” de Miguel Alemán Velasco, el periodista Renato Leduc, comenta jocosamente:

“En aquel sexenio se inició la etapa de las grandes obras de infraestructura, palabreja que, también por entonces, comenzaba a popularizarse entre la mediana burocracia ilustrada y laboriosa. Deben mencionarse entre las susodichas notables obras de infraestructura las suntuosas mansiones y los ranchitos de lujo de los destacados próceres de aquel régimen y sus respectivas tribus, inclusión de sus segundos y aun terceros frentes. Las fortunas de aquellos prohombres y de sus nuevos socios y amigos de la hasta entonces arisca iniciativa privada o fuerzas-vivas-del país, que también así se autonombraban, subieron de seis a siete y aún a ocho ceros a la derecha del número dígito correspondiente.”

Lo anterior exhibe un sexenio de esplendor de la corrupción, al mismo tiempo que el origen del surgimiento de lo que hoy llamamos la “clase empresarial del país”, que impidió, eso sí, que el capital extranjero volviera a apoderarse de la mayor parte de la economía del país, como sucedió en el porfiriato.

Una de las máximas de la corrupción, desde entonces, es que “hay que robar pero hay que chorrear hacia abajo” y así fue durante muchos sexenios más, hasta que dejó de chorrear hacia abajo y todo se quedó arriba. Fue entonces que surgieron en México hombres como Carlos Slim, varias veces considerado el multimillonario más grande del mundo, en un país con la mitad de su población en pobreza.

Surgieron también mafias político-empresariales-delincuenciales, como el llamado “Grupo Atlacomulco”, que lo mismo tiene gubernaturas que empresas enormes y bancos, o pone presidentes, como Enrique Peña Nieto o su primo, Alfredo del Mazo, actual gobernador del Estado de México, quien se lleva de maravilla con el señor presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador, el cual, en su reciente visita a los Estados Unidos, invitó a Carlos Hank, en representación de ese clan, aunque oficialmente iba por cuenta de Banorte, una de sus muchas empresas y consorcios.

Como dato curioso, Banorte controla la mayor parte de las deudas de los estados y municipios del país, que convirtió en un nicho de oportunidad. En esa enorme bolsa va Coahuila.

AMLO: UNA LUCHA CONTRADICTORIA

Así llegamos hasta el gobierno de López Obrador, un presidente tan tacaño como Adolfo Ruiz Cortines, quien promete acabar con la corrupción y dice no tener cola que le pisen, tanto propia como entre su extraño equipo de colaboradores, donde, como en la olla de tamales, hay de chile, de dulce y de manteca de puerco.

A más de un año y medio de haber iniciado su cruzada en contra de la corrupción, todo ha sido más ruido que nueces, pero le ha resultado muy redituable políticamente, mientras los grandes problemas del país parecen empeorar, lejos de mejorar. La novedad más grande hasta ahora es que tenemos un gobierno de un solo hombre: él, quien, como don Ruiz Cortines, lleva el gasto del gobierno a cuentachiles, con el peligro de matar de hambre a sus funcionarios, mientras se gasta el dinero en obras que nadie pidió y en fomentar el culto hacia su persona, pero al parecer no es hombre afortunado y las cuentas públicas se le han enredado, lo que puede explicar un poco por qué duró 13 años en terminar una carrerita universitaria facilona.

Por estos días AMLO trae entre manos lo que considera el gran caso anticorrupción, para salvar las elecciones del 2021, que son, para él, una fecha fatal si llega a perderlas.

En el caso de Emilio Lozoya, es director general de Pemex en el sexenio de Enrique Peña Nieto, un expresidente corrupto, sin que alcance los niveles de un Salinas de Gortari, quien se dedicaba a oficiar de guapo mientras los amigos tecnócratas le hacían la tarea.

Este caso de Emilio Lozoya va a mostrar si nuestro sistema judicial sigue siendo la manzana podrida que propicia la corrupción o hay un verdadero cambio de rumbo.

Por lo pronto, el presidente López Obrador habla de la impartición de justicia como si fuera un césar. Pasando alegremente por alto que él no es el poder judicial sino el ejecutivo, denuncia exfuncionarios, atribuye delitos a diestra y siniestra y llega al extremo de afirmar que si no regresan lo robado, “entones no habrá tratos especiales”, como si fuera un fiscal actuando en un proceso judicial debidamente encausado.

Emilio Lozoya, el exdirector de Pemex, aceptó ser extraditado de España después de haber hecho todo un trato en una figura más o menos similar a la de “testigo protegido”, por la cual, a cambio de proporcionar información (el afirma que ha entregado inclusive videos de exfuncionarios), se le ha comenzado ya a dar un trato de excepción tan generoso, que ya provocó la suspicacia y la inconformidad de todos aquellos que siguen esperando justicia y no demagogia en la lucha contra la corrupción.

Como es ya bien conocido, Emilio Lozoya fue internado en un hospital de lujo, en una suite con sala y comedor, cuando la justicia española niega que lo haya enviado enfermo de mal alguno. No pisó siquiera la cárcel, su comparecencia fue virtual y de ahí se le mandó a su casa, en un domicilio desconocido, pero evidentemente de lujo. El proceso se llevará a cabo en los próximos meses y todo indica que se espera que impacte a la opinión pública a principios del año próximo, cerca de las elecciones de 2021, que son de vida o muerte para López Obrador.

En todo esto el fiscal de la república, Alejandro Gertz Manero, no ha aparecido por ninguna parte, como si el encargado de la impartición de justicia fuera el presidente, pero no fue él ni nadie cercano a él quien hizo los tratos con Emilio Lozoya.

Esto no es un Estado de derecho y, a menos que se demuestre lo contrario en los próximos meses, puede tratarse de una de las formas supremas de la corrupción: el uso de la misma con fines de carácter político en beneficio de un gobernante o partido político.

Nuestro sistema judicial es una manzana podrida que requiere una profunda reforma. Mientras ese sistema no se limpie y se vuelva eficiente, la lucha contra la corrupción puede seguir siendo un instrumento político, administrada para aplastar rivales, descalificarlos y, si así fuera mediáticamente necesario, meterlos a la cárcel, como es el caso de la ex regente de la Ciudad de México, Rosario Robles, indiscutiblemente una funcionaria muy corrupta, pero está en la cárcel violentando el debido proceso, como una venganza por la traición cometida en contra del propio López Obrador en su periodo como gobernante precisamente de la misma capital.

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Redacción




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