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La nueva ocurrencia de AMLO: medir la felicidad

Análisis Político y Social / Opinión / 1 julio, 2020

Por: Álvaro González

Andrés Manuel López Obrador, ahora se ha metido a revolucionar los conceptos tradicionales de la economía internacional, para proponer a México y al mundo una “economía moral”, así que en lugar de preocuparse por el Producto Interno Bruto, se dispone a medir el nivel de bienestar social y de felicidad del pueblo mexicano.

Al paso que vamos debería establecerse la Secretaría de la Felicidad y cambiarle a otra el nombre por la Secretaría del Bienestar social, de esta manera eliminamos los conceptos anacrónicos de riqueza, pobreza y ese otro término horrible: la miseria.

No se sabe si los nuevos conceptos de Andrés Manuel López Obrador provienen de sus orígenes como nativo de la costa selvática del sur mexicano o porque algún medicamento, de los muchos que toma, le está estimulando en demasía la parte izquierda de su cerebro, justo detrás de la frente, donde opinan los neurólogos se encuentra el área cerebral que está relacionada con la felicidad y, en el lado derecho, lo contrario.

Como López Obrador es un hombre contradictorio, es difícil saber cómo opera neurológicamente, pues por un lado habla de amor, de paz y de felicidad, y por el otro no puede vivir sin inventarse un enemigo, sin insidiar, sin cobrar venganzas y sin pensar que es el ombligo del mundo, como se pensaban los terribles mexicas, una etnia feroz que fincaba su cultura principalmente en el culto a la muerte, cosa que ahora los antropólogos le tratan de disimular.

Pero de vuelta con López Obrador, todo indica que se encuentra impresionado por el modelo de desarrollo de los países escandinavos: Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia e Islandia, los cuales tienen un muy alto nivel de bienestar social y, en consecuencia, parecieran los más felices del mundo.

AMLO dice que ha escrito más de 20 libros, lo cual, personalmente, lo dudo muchísimo, porque sospecho que si un experto en lingüística le da un repaso a cada uno de esos libros, puede encontrar que no fueron redactados por una persona de tan limitada formación intelectual y profesional, que exhibe, ahora que está sobreexpuesto en los medios, fuertes limitaciones como posible académico.

Pero retomando lo del bienestar social y la felicidad, decíamos que está inspirado en los países nórdicos y el problema es que si buscamos en el mundo a un país que sea más distinto que los nórdicos, ese país es México.

Estos países europeos, en la opinión de especialistas, son una exitosa y poco común mezcla de liberalismo con socialismo, a los cuales les han quitado las cargas ideológicas que tuvieron estos sistemas durante una gran parte del siglo XX.

Son países con un muy alto nivel educativo, con un sistema de seguridad social muy alto, sistemas de salud eficientes y de acceso universal, servicios públicos también eficientes, becas y subvenciones muy atractivas, pero, y aquí comienza la infelicidad de los sueños de AMLO, todo esto implica un muy alto gasto público, que debe estar soportado en una economía que tiene características muy liberales.

De entrada, el IVA que pagan los nórdicos es de un 24 a un 25%, mientras que el impuesto corporativo para las empresas es de un 22%, casi diez puntos menos que nuestro ISR.

Los expertos consideran que hay cinco factores principales que caracterizan al modelo de los países nórdicos:

El tamaño de sus Estados, que manejan un presupuesto proporcionalmente muy alto en relación a sus economías, pero lo destina eficientemente a bienestar social. Por ejemplo, el nivel de inversión en educación va del 12 hasta el 16% de su PIB, o sus sistemas de salud altamente eficientes y con una población relativamente pequeña. En conjunto los países nórdicos tienen apenas poco más de 27 millones de habitantes, un promedio menor a 5 millones y medio. Poseen un gran territorio, pero en su mayor parte es inhabitable.

Tienen, como segundo elemento, sistemas de justicia y derechos de propiedad sólidos, y como tercero una sólida política monetaria.

Algo que les caracteriza en especial, y que les viene de su historia y cultura, es una apertura total al libre comercio internacional y, como el otro elemento, poseen una regulación muy precisa de sus mercados crediticios, laborales y comerciales.

Sus recursos naturales son muy pobres, salvo Noruega, que es petrolera; pero el petróleo, que se maneja eficientemente, les pertenece a todos los noruegos, no como nuestra desastrosa historia petrolera.

Aun con todo este bienestar social, países como Finlandia tienen 14.9 suicidios por cada 100 mil habitantes, cuando la media mundial es de 9.42, lo que puede ser un indicador de que el bienestar material e inclusive la calidad de vida pueden no ir de la mano con la felicidad, aunque en las encuestas es indudable que los nórdicos dicen sentirse felices en general, aunque un latino viviendo en un pueblo noruego podría ser muy infeliz, dada las enormes diferencias culturales, sociales y geográficas.

¿Cuánta felicidad habrá en esos mundos de Chimalhuacán, Ecatepec o Iztapalapa? Aquello se ve tan feo, destartalado y pringoso, pero no sabemos si ahí florezca la felicidad y en qué proporción.

MUNDOS MUY DISTANTES

Habrá que reconocer que, como modelos de referencia, sólo como eso, no están nada mal los países nórdicos en materia de bienestar social, pero somos dos mundos radicalmente distintos. Habría que bajarle a las expectativas e ir a la política, que es el arte de lo real, para tener una idea más clara y precisa de lo que es y en dónde se encuentra México en términos de desarrollo; dejar a un lado esas posturas caricaturescas de grandiosidad histórica y proponerse, en los tan solo seis años que tiene un sexenio, menos propósitos pero dedicarse a ellos con seriedad y, sobre todo, con realismo.

Sólo por citar un ejemplo, en materia de salud México iba a muy buen paso hasta los años setentas, todo indica que estaba en el camino correcto; pero a partir de la década de 1980 comienza el extravío. Lo mismo sucedió con la educación y, a partir de la década de los noventas, se comienza a descomponer la seguridad.

El Estado mexicano se descompuso a partir de Luis Echeverría y José López Portillo, dos desastrosos gobiernos en los cuales se formó como político López Obrador, de ahí que jamás los mencione siquiera, pero tal vez vayan a tener más deuda con la historia los gobiernos panistas que van del 2000 al 2012, quienes, insólitamente, dejaron intacto al sistema o lo empeoraron.

El 2019 surgió como un parteaguas para el reordenamiento del país; un cambio estructural en beneficio de las mayorías, lo que debió aumentar mucho la felicidad de todos aquellos que imaginaron ese cambio, pero una gran infelicidad de todos aquellos que, de una forma u otra, estaban bien instalados en el sistema, y ahí hay que poner no sólo a los políticos sino a toda la clase alta mexicana.

Los políticos eran felices; los narcos parecen tener también un exótico estado de felicidad; los ministros religiosos se ven felices; los líderes sindicales gozan de dicha; los empresarios viven en el mejor de los mundos posibles, aunque habría que decir que magnates como Carlos Slim además de dichosos parecen muy viscosos, para decirlo suavemente.

Los burócratas, en medio de sus insulsas rutinas, parecen también felices y la creciente clase media se abre camino hacia la felicidad, pero ahora parece estar muy preocupada.

Si buscamos a un experto en este tan singular y movedizo concepto de la felicidad, como Richard Layard (La Felicidad, lecciones de una nueva ciencia, editorial Taurus), afirma que “por felicidad entiendo sentirse bien, disfrutar de la vida y desear que ese sentimiento se mantenga; por infelicidad, sentirse mal y desear que las cosas sean de otra manera. Existen innumerables fuentes de felicidad e innumerables fuentes de dolor y de desdicha. Pero toda experiencia alberga dentro de sí una dimensión que se corresponde con lo bien o lo mal que nos sentimos” (páginas 24 y 25).

Para el mexicano pobre o muy pobre, también parece haber felicidad, el problema es, como lo explica el propio Richard Layard, que la felicidad no suele ser un estado permanente, sino un estado de intervalos, que pueden ser muy largos y frecuentes o muy cortos y esporádicos.

Aunque parece con frecuencia muy relativo, gozar de una buena calidad de vida produce felicidad, mientras que una persona que tiene una muy baja calidad de vida ordinariamente se siente mal y, como lo menciona el autor, desea que las cosas sean de otra manera: desea, por ejemplo, ser bien atendido médicamente en caso de enfermedad; desea un mejor sueldo; desea saber que en su vejez tendrá un ingreso que le dé seguridad; que sus hijos tengan una buena educación y prosperen, en fin, desea que muchas cosas cambien, pero también tiene la capacidad de disfrutar muchas cosas de su vida, tal como ésta es.

Pero la felicidad no es algo sencillo de explicar, por obedecer a aspectos tan simples en apariencia como una actitud hacia la vida en general y hacia las cosas. Depende también de cada sujeto, de su sistema de valores, que se desprenden de las creencias que recibió a través de la educación formal e informal.

Que un gobierno trate de medir el nivel de felicidad del país que gobierna y que, seguramente, se lo trate de adjudicar si le resulta conveniente, parece ser una desmesura; una fantasía de alguien que piensa que tiene el poder de hacer felices a los gobernados, lo que sólo se ve en las fantasías de entretenimiento o en las fábulas para niños.

Tomado en un sentido serio se antoja un disparate, porque inclusive el incremento en el bienestar social no garantiza necesariamente que esto se refleje en una mayor felicidad. Chile parece ser un buen ejemplo de un país que incrementó su nivel de bienestar sensiblemente y hoy muestra mucha insatisfacción en muchos sectores sociales, que han salido a la calle a manifestarse y a gritar porque desean más, cuando tienen más que el promedio de América Latina.

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Redacción




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