Daniel Herrera
Escritor y músico lagunero
twitter: @puratolvanera
Dice el lugar común que elogio en boca propia es vituperio. Si es así, ¿qué tan válido son los elogios en boca de amigos? Tal vez es peor que un insulto, aunque, en el mundo literario, es muchísimo más común de lo que aparenta. La diferencia es que algunos somos tan ingenuamente honestos que decidimos justificar nuestras adornadas palabras hacia los amigos.
Contrario a lo que normalmente se esperaría, pienso que una de las razones principales que pueden empujar a un escritor de construir frases, a poner palabra tras palabra, es la amistad. Como es muy complicado encontrar al lector ideal, aquel que en realidad es un desconocido, entonces muchos escribimos para ellos, para los amigos. De todas maneras, al final, cada texto, cada libro encuentra caminos que los autores no imaginan.
Todo esto para explicar que encuentro en Carlos Velázquez no sólo un buen amigo, sino también a uno de los escritores que, estoy convencido, siempre y cuando no se muera antes y no abandone la literatura por la pornografía trans, a uno de los autores que definirán el camino literario de este pobrecito país.
Hace poco publicó su nuevo libro de cuentos y, como siempre, desde que apareció La biblia vaquera, no pasó desapercibido.
Con Carlos he pasado por distintos tipos de crítica desde que comencé a leerlo hace ya diez años. He cambiado de opinión en cada momento, tanto lo que pensaba de su escritura como de cada uno de sus libros.
En general, puedo decir que, a pesar de que no parece esforzarse, ha mantenido cierta unidad en su obra literaria.
Me atrevo a separar la obra de Carlos de ficción en dos: los delirantes y los hiperrealistas. Pareciera que son lo mismo, pero hay detalles que los definen con claridad. También creo que se pueden separar en dos formas de narrar, por un lado, aquellos que se abocan a contar una historia y por otro, en donde el lenguaje utilizado parece ser más importante que las acciones.
Con la primera clasificación, tendría que hacer una revisión exhaustiva de cuento por cuento. Aunque me parece que los de La marrana negra de la literatura rosa en su totalidad pertenecen a esta.
En la segunda, creo que las obras más enfocadas en el lenguaje son las primeras y que, conforme aparecen sus libros, Carlos se ha decantado por contar historias sin abandonar una forma original de hacerlo.
Aunque el autor ha tomado gran parte de su lenguaje de lo que se oye en las calles norteñas, encuentro una exploración original. Quiero decir que ya tiene un estilo propio, una forma singular que rompe con el canon y al mismo tiempo lo hace distinguirse de los autores mexicanos tanto de la misma generación como de las anteriores.
Si quisiera encontrar a un autor similar en cuanto a la exploración del lenguaje y los temas irreverentes, sólo me quedan José Agustín y Parménides García Saldaña. El asunto es que Carlos puede esquivar esa pesada piedra porque su voz es norteña, mucho, y esto lo desmarca de cualquier comparación.
Todo esto es comprobable en el libro más reciente de Carlos: Despachador de pollo frito.
Conformado por apenas cinco cuentos, el libro me parece una afortunada fusión entre aquel estilo que comenzó a desarrollar en La Biblia Vaquera y las muy bien amarradas historias de La marrana negra de la literatura rosa. Creo que debió pasar por La efeba salvaje, libro de cuentos que parece más un eslabón entre aquellos dos y este nuevo material.
En Despachador podemos encontrar historias hiperrealistas cruzadas con personajes sacados de la basura, pero entrañables. Como cuando encuentras aquel oso de peluche de la infancia. Ya está dañado, se le sale el relleno y le falta un ojo, aun así, enternece a cualquiera.
En este libro habitan personajes como un detective que persigue al doble de Paul McCartney, un oficinista experto en terminar con sus novias en el McDonald’s, un travesti que sufre, sufre y sufre por culpa de una úlcera rectal y, el cuento que le da nombre al libro, un gordo despachador de pollo frito adicto al KFC.
Pero la joya de la corona es Schade deconstruido. Lo digo así porque, de alguna manera, es un cuento que ha desatado un pequeño incendio en la ciudad que habitamos Carlos y yo.
En Torreón existe una orquesta de cámara que el año pasado cumplió 25 años: la Camerata de Coahuila. Durante toda su vida sólo ha tenido un director. Un personaje público de la vida cultural lagunera y un hombre respetado por muchos, pero, al mismo tiempo, señalado por cierto comportamiento más propio de un rockstar que de un director de orquesta.
El cuento, sin ninguna duda, está inspirado en el personaje. El lector que no conoce el contexto no le importa. En ese caso, la narración funciona porque el personaje y su antagonista, quien es su propio achichincle, viven un tira y afloja en constante crecimiento.
Pero el cuento también funciona como chisme, quiero decir que causó una conmoción entre aquellos que asisten con regularidad a los conciertos de la orquesta, los que estamos de alguna manera en el medio y supongo yo, entre las personas más cercanas al director.
Yo no puedo decir si cada una de las actitudes y situaciones en las que se mete el personaje del cuento, Salomón Shade, son las mismas del director en la vida real, pero, ante la duda, es más sencillo creer que algo hay de realidad en el cuento y también algo de ficción.
En una entrevista publicada en enero, el autor afirmó que no se inspiró en el director que vive en Torreón, tiene un nombre muy similar y dirige la orquesta con el mismo nombre del cuento. Pienso que Carlos quiso dejar claro que la historia de una persona enquistada en una institución cultural durante décadas es algo que vemos a diario en este país. El Shade del cuento se puede encontrar en todas las oficinas de gobierno del país, pero no creo que debamos ser tan ingenuos. Me parece claro que Carlos algo sabe sobre el director de la vida real y decidió no guardárselo para él solo. Vamos, amigo, que todos lo entendemos, es tan difícil guardar secretos.
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