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Zaragoza Sur, un mundo perdido entre la miseria

Análisis Político y Social / Opinión / Slider / 1 diciembre, 2019

Por: Pedro Antonio Flores

La noche del sábado 2 de noviembre, Efraín “N”, policía municipal que manejaba por la colonia Zaragoza Sur la patrulla 35248 en persecución y con las torretas y sirena apagadas, atropelló a Esaú y a Yoselín, de 8 y 9 años de edad, en el cruce de las calles Lago Baikan y Lago Victoria. Habitantes de la colonia quemaron ahí mismo la patrulla y a los policías los rescataron 20 unidades; la ambulancia llegó por los niños 40 minutos después del incidente. Yoselín está fuera de peligro, pero Esaú murió dos semanas después.

Aunque el Ayuntamiento de Torreón pagó el servicio médico en el Hospital Ángeles, la atención del gobierno de Jorge Zermeño fue negligente y apática, y por las acciones del DIF, el funeral resultó en una situación sumamente humillante para la familia de Esaú.

En medio de la oscuridad, los dos pequeños, Esaú y Yoselín, de 8 y 7 años de edad, se subieron a su bicicleta para ir a la tienda y justo al llegar al cruce de calles, una patrulla de la policía municipal, conducida por el agente Efraín “N”, los impactó de forma brutal, provocándoles heridas de suma gravedad que, 16 días después, terminaron con la muerte del pequeño Esaú y mantienen en el hospital a su prima Yoselín, quien tendrá secuelas de por vida como consecuencia del atropellamiento.

La pobreza convoca en este caso a la desgracia. Los dos pequeños son vecinos de la colonia Zaragoza Sur, que forma parte del sector más populoso de marginación de la ciudad de Torreón, donde pulula la miseria, el abandono y la venta de drogas al menudeo, entre casas de láminas, de cartón, de tablas cocidas con clavos, calles terregosas y noches de peligro.

El agente Efraín “N”, quien afirmó que iba a exceso de velocidad porque perseguía a los ladrones de una motocicleta, no llevaba las torretas encendidas ni el sonido de alerta.

De inmediato los vecinos se amotinaron e intentaron linchar al agente, quien disparó su arma al aire para tratar de escapar, al tiempo que la patrulla era incendiada.

En cosa de minutos al menos diez unidades de la policía municipal llegaron hasta el lugar para rescatar a Efraín “N” y tratar de controlar la caótica situación.

Cuarenta minutos después arribó una ambulancia de la Cruz Roja y levantó moribundos a los dos pequeños.

Los vecinos maldecían e insultaban a los agentes; las mujeres lloraban y los pequeños se sumaban al tumulto, desconcertados, inocentes de la tragedia que acababa de ocurrir.

Si la policía era vista con recelo por muchos y enojo por otros en este hacinamiento urbano que registra una gran cantidad de hechos violentos, sobre todo los fines de semana, ahora los guardianes de la ley van a tener problemas más serios de relación con los vecinos, mientras que la delincuencia habrá ganado más terreno en un territorio fértil para los “puchadores” de droga, los expendios de alcohol, ladrones, golpeadores y delincuentes en general.

AFLORA UN MUNDO PERDIDO

Esaú y Yoselín eran como todo infante de 7 y 8 años: alegres, juguetones e inocentes del entorno que les rodea y de lo difícil que puede tornarse su vida al crecer.

Ambos niños estaban realmente bajo la tutela de su abuela, Rosa Aida Villela Velázquez, no de sus padres. La humilde vivienda en apariencia es propiedad de la hermana de la madre y es compartida también por otro tío joven. La madre y el padre, quienes deben de tener ella entre 25 y 28 años y él alrededor de los 30; han establecido vida separada y solo acudían a visitar al Esaú y a su abuela cada dos semanas, para llevarles una modesta despensa.

Doña Rosa es una mujer de apenas 53 años de edad pero ya muestra los estragos de la diabetes, que le da el aspecto de una persona mayor. Su pobreza es menor comparada con sus preocupaciones, especialmente con el hijo, asediado por la falta de un empleo y la tentación de engancharse en el negocio de la venta de droga.

En este confuso entramado de relaciones familiares, el pequeño Esaú y su prima Yoselín crecieron, en un medio donde cada quien sobrevive como puede, trabajando de albañil, carromatero, pepenador de basura reciclable y embaces, o bien como empleados de maquiladoras  y otros oficios que dan un sueldo que permite sólo la sobrevivencia.

Si no se consigue trabajo o lo que se gana no alcanza para sobrevivir, está la tentación de dedicarse a la delincuencia y al vicio, enganchándose en la red de “puchadores” de drogas, el robo menor y, en el extremo, la prostitución.

En todo Zaragoza, sobrevuelan como aves carroñeras los miembros del crimen organizado, quienes controlan varias “tiendas” de venta de cocaína, cristal, mariguana y metanfetaminas. Para ellos la ausencia o el rechazo ciudadano a la policía es una ventaja para poder operar, aunque hay dudas bien fundadas de si algunos de los delincuentes que mueven la droga no pagan cuota a  miembros de corporaciones policiacas para poder “trabajar”.

Todos los vecinos, incluidos los adolescentes de ambos sexos, saben en dónde se ubican las “tiendas” o “tienditas”.

Otra ave predadora que pulula en este medio depauperado, el cual no está dentro de las prioridades ni de la atención del gobierno municipal, son los líderes y lideresas de diferentes partidos políticos, siempre en busca de clientela y del control de los pocos programas sociales que llegan, como despensas, hule para tapar techos, tarimas, cobijas en el invierno, pintura, entre otras dádivas por medio de las cuales se tratan de ganar el voto en la próxima elección.

En su jacal, construido de láminas, tarimas de desecho y un plástico negro que le regalaron, doña Leonor Rodríguez vive con sus dos hijas y tres nietos. Llegaron hace 10 años de un pequeño rancho de Zacatecas, porque ya no estaban sacando ni para comer.

“Aquí las cosas están muy difíciles, a mí me gustaba mucho el rancho, yo digo por los muchachos y los niños que se echan mucho a perder y uno nomás a pasar preocupaciones. Yo estoy enferma de la presión, pero gracias a Dios me están tratando porque una de mis hijas trabaja en una tienda muy grande, pero la pobre gana poco. Mi marido falleció allá en el rancho y también por eso nos tuvimos que venir a Torreón”.

Después de platicar con doña Leonor, surge lo que parece el problema más grave de estos asentamientos urbanos irregulares, enclavados en la pobreza: la descomposición del tejido social y la desintegración de las relaciones familiares.

Yessica, la hija mayor, de 30 años de edad, se involucró con una pandilla que se dedica a traer autos “chocolates” de Ciudad Juárez; comenzó a consumir drogas  y pronto era una madre soltera de un niño. Se fue cinco años a Ciudad Juárez y regresó con un hijo más, pero por fortuna rehabilitada de las adicciones por medio de la asociación de Alcohólicos Anónimos.

La segunda de sus hijas, Mónica, de 27 años, se casó siendo una adolescente y pronto quedó embarazada, pero el marido, sin un oficio fijo, era alcohólico y habían establecido una relación de violencia y maltratos, hasta que ella pidió ayuda y se separó de él. Tiene dos años viviendo en el jacal, pero ahora tiene una nueva relación y piensa irse a vivir con su pareja a una colonia nueva del oriente de la ciudad.

“Lo que más me preocupa son los niños, el más grandecito ya va a cumplir diez años y aquí hay mucho vicio; que si la cerveza, que las drogas, que la vagancia y no queremos eso para ellos, yo le insisto mucho a mi hija más grande que también busque la manera de que nos vayamos a otra colonia, que yo le sigo ayudando con los niños para que ella le eche ganas al trabajo, yo vendo atole y tamales los sábados y domingos y saco unos centavitos, que ayudan, cómo no”, comenta doña Leonor.

LA APATÍA DEL DIF

El 17 de noviembre, el pequeño Esaú, quien ya había perdido uno de sus riñones, falleció en el Hospital Ángeles, a donde había sido trasladado para su atención, debido a su gravedad y a las implicaciones legales que enfrenta el gobierno municipal.

Sergio Lara Galván, Secretario del Ayuntamiento de Torreón, explicó que el menor fue intervenido por un grupo de los mejores especialistas:

“Ahí se realizaron algunas intervenciones quirúrgicas, también estuvo sometido a diversos tratamientos y lamentablemente perdió la batalla el menor, ya ahorita lamentablemente con este hecho (su muerte) se prevé lo que tiene que ver con el funeral y con los demás trámites que se tienen que realizar, y posteriormente se tendrá que ver lo que corresponde a ser una indemnización o asesoría, pero eso es secundario, pero la administración municipal va a hacer todo lo que corresponda, todos los trámites y va a estar respondiendo por esta cuestión”.

La velación del pequeño se llevó a cabo en la funeraria del DIF, en la avenida Allende, del centro de la ciudad. En apariencia las cosas transcurrieron en medio del llanto y el dolor de los familiares, pero al siguiente día el DIF municipal mostraría una gran ineptitud en el manejo del funeral.

Les fue asignada una tumba en el Panteón Municipal No.2, un cementerio deplorable, con tumbas de lápidas derruidas, algunas saqueadas por vagos, basura y un aspecto general herrumbroso.

Cerca de las dos de la tarde del día 18, arribaron hasta el ruinoso panteón público los familiares llevando el féretro de Esaú y comenzaron entonces sus problemas.

El cuerpo del niño había sido colocado en un ataúd para adulto, pero al llegar hasta la fosa, esta no se encontraba terminada y el ataúd no cabía en la misma. El encargado se deslindó de toda responsabilidad y alegó que eso era todo lo que había.

Comenzó la indignación de los familiares, se hicieron algunas llamadas, pero las horas transcurrían sin que hubiera alguna respuesta por parte del DIF municipal, ni de algún otro funcionario municipal.

Al final no hubo respuesta y comenzó la desesperación por lo avanzado de la tarde, hasta que llegó la orden desde Saltillo, del despacho del gobernador del estado, para que se le diera una tumba al pequeño en el panteón privado “Jardines del tiempo”, ubicado sobre la carretera Torreón-Matamoros.

El siguiente problema era cómo trasladar el féretro al panteón “Jardines del Tiempo”. Un conocido ofreció su camioneta ante el nulo apoyo del personal del DIF, que no volvió a aparecer.

Ya la tarde era grisácea cuando la familia de Esaú terminó de darle sepultura y colocó sobre su tumba el último manojo de flores.

La más devastada era doña Rosa, la abuela, quien más que abuela era su madre real.

Una muerte absurda y trágica, para un niño de apenas 8 años, a quien le podría esperar un futuro muy difícil, dadas sus condiciones sociales, pero la vida siempre está abierta a la esperanza y la muerte, que siempre es dolorosa, resulta inexplicable en un niño que hacía dos semanas recorría feliz las calles tristes de su colonia dañada por el crimen organizado y la ineptitud gubernamental.

Lo que para la familia Pérez es una desgracia irreparable, para los incompetentes funcionarios municipales es un simple incidente, que esperan no les salga muy caro y se olvide con las próximas fiestas decembrinas.

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