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El sexo no puede parar

Análisis Político y Social / Opinión / 2 septiembre, 2019

Por: Álvaro González

Así es en Torreón. Si no hay formas de obtenerlo por los medios socialmente establecidos y aceptados por la moral vigente, siempre habrá una forma de comprarlo y quién lo venda a precios módicos o de gran lujo.

Cuando cerraron la zona de tolerancia ubicada en la entrada poniente de Torreón, el entonces alcalde que tomó la decisión declaró una tremenda impertinencia: “Se terminará con la prostitución…”

Había terminado sólo una forma de vender sexo que se había vuelto obsoleta, pero que tenía funcionando desde la fundación de Torreón, pronto habría nuevas. Al día siguiente de que los policías municipales terminaron de vaciar aquel lugar ruinoso, decadente, cuyas mejores épocas eran parte de la historia, ya estaban en funcionamiento otras formas de obtener sexo pagado.

Cerrada la zona de tolerancia, lo que llamaremos prostitución se extendió por toda la zona centro y la policía tuvo que ir a reprimirle, porque se daba “un mal aspecto a esa parte de la ciudad”.

Proliferaron entonces salas de “masajes” y muchas cantinas además de alcohol comenzaron a ofrecer sexo, al mismo tiempo que se abrían cuatro o cinco table dance, que eran la moda en el momento: bailar y desnudarse alrededor de un tubo, al ritmo de una canción y ante un público masculino que bebía alcohol.

En el table dance comenzaron a aplicarse ciertas medidas incómodas, como el jugar con el cliente que tenía que pagar por un “baile privado”, donde la bailarina le frotaba el cuerpo, pero no se podía tener sexo explícito, además los cubículos eran pequeños, incómodos y sin privacidad suficiente.

Aquello era muy caro y ridículo: hay sexo o no hay sexo, porque además para bailar en el tubo se requería ser una muchacha veinteañera con cierta condición atlética, lo que sólo unas cuantas podían hacer. Una invención norteamericana para sacar más dinero que no satisfacía a una clientela acostumbrada a bailar, a tomar sin límite y a tener sexo sobre una cama y del modo en que se le antojara.

Las cosas estaban en este punto cuando vinieron los años malos de la inseguridad y los criminales, torvos como son, convirtieron en peligrosa la noche y sus lugares de diversión. Su brutalidad alteró hasta los hábitos de la vida cotidiana y el sexo era uno de ellos.

Los moteles, puestos a cuota fija, siguieron funcionando pero bajaron su afluencia y su clientela se limitó. La libertad perdió terreno aún en este medio silencioso, recóndito.

EL RESTAURANTE BAR

Pero, fiel a su naturaleza invencible, el sexo transgresor está de vuelta a través de varias formas, una de ella son los restaurantes bar con música en vivo para bailar, cenar y enganchar la venta de sexo o, simplemente, para enganchar sexo fortuito, sin paga de por medio y por el solo disfrute erótico.

En estos nuevos lugares el gancho es el membrete de restaurantes, y ciertamente hay comida, pero la atracción es la música y el motivo principal es el ligue sexual.

Un cliente habitual: pantalones ajustados de mezclilla, cinto piteado, camisa vaquera ajustada y estampada, botas de pico relucientes y sombrero texano de palma blanca. La estampa de un vaquero que jamás se ha trepado a un caballo y no ordeña ni una chiva, pero se siente el más de los cowboys. Todo un macho banquetero con camioneta pick up lustrosa.

Una clienta habitual: falda de licra negra lo más diminuta posible, blusa de satín dorado, zapatos de pico y con tacón de diez centímetros, pelo largo planchado y bolsa pequeña de un color brillante.

Ellos llegan ordinariamente de dos en dos; ellas de dos en dos o hasta tres, no más para no hacerse auto competencia.

Lo primero en ellas es pedir mesa, acomodarse y pedir una cerveza para observar el entorno y esperar a ser abordadas. Lo mismo hacen ellos.

Una vez que se ha observado lo que hay, ellos, como es obligado, toman la iniciativa de invitar a bailar al son de una cumbia o de una norteña. Ya bailando viene el galanteo obligado, las mentiras que sean necesarias y el entendimiento de si la bailadora lo hace porque esta noche tiene ganas de aventura o porque está trabajando y es una profesional del sexo.

Ya pisado el terreno de la pista y puestos claros los entendidos, los bailadores saben si se enganchan o cambian de pareja en la siguiente canción, o bien él la invita a ella a su mesa para beber y conversar, inclusive comerse algo si se les apetece.

Después de que una media docena de cervezas han refrescado la garganta, él le propone seguir la noche en un motel. Lo demás es el ritual tradicional y obligado: pactar el precio y hacer el sexo que se pueda y como se pueda.

Las profesionales suelen ser más experimentadas en su seguridad y discretamente siempre le comunican a alguien su ubicación; las que van por una noche de aventura pueden ser menos cuidadosas en su seguridad pero más exigentes con la higiene: se cuidan de los virus pero no necesariamente del galán.

Por lo que reportan los partes policiacos es sumamente raro que pase algo delicado, a lo más que el galán se pasa de bebidas y se pone necio o quiere hacer extravagancias en las que no hay mutuo acuerdo, o bien tiene mala borrachera y pasado de tragos se olvida del sexo para ponerse a gritar, llorar o caminar a cuatro patas.

Ya sea que el asunto se trate de profesionales en la venta de sexo o solo quienes buscan una noche de aventura, esta modalidad del restaurante bar, recupera la música, el baile y ciertas formas de cortejar que disminuyen la vulgaridad y crudeza de un comercio sexual que se puede dar en otras condiciones.

Para el negocio la ganancia está en la venta de comida, de cerveza y el cobro por entrada, pero hay sitios que ya están operando como administradores directos en la venta del sexo; sitios como Los Potrillos o La Bodega, donde el cliente que desea que una mujer se siente a su mesa tiene que pagar 100 pesos por hora, no importando que haya pagado el cobro de entrada, que consuma cerveza o que llegue a un arreglo con la mujer para tener sexo.

Por supuesto, el lugar tiene un control de las mujeres que ahí laboran, pone sus condiciones y no se sabe si se reparten el cobro de silla o se lo quedan todo como un cobro a la mujer para que acceda al lugar y pueda enganchar clientela.

Aun así estamos en el caso de que hay música en vivo, se baila y se corteja antes de comprar sexo.

Una parte de la clientela de este tipo de establecimientos son grupos de mujeres de diferentes edades, la mayoría jóvenes o si acaso sobre los 40, que van a divertirse y a tomarse una noche de aventura. Ellos suelen pagar las bebidas, ya sea que al final tengan o no visita al motel.

El medio social del que proviene la clientela es de lo más diverso, particularmente los hombres, que puede ser desde un empleado de una maquiladora hasta un próspero ganadero o un funcionario de banco. En el caso de las mujeres la clientela va de la clase media baja a la popular. Las más jóvenes y codiciadas suelen ser de clase media baja y no dejan una noche por menos de mil pesos, si son profesionales. Si la belleza abunda, el cobro sube hasta donde aguante la cartera del cliente.

El resto de la venta de sexo se da en condiciones muy precarias en algunas cantinas de la parte céntrica de la ciudad. Un modo tradicional, pero burdo, crudo y con fuertes problemas de higiene, donde la mugre, el alcohol y la pobreza rescata unos pocos pesos para pagarse algunos momentos de un sexo más sórdido que placentero.

PASIONES QUE DURAN

Hay algunas formas muy peculiares de comercio sexual que se limitan a grupos pequeños, donde la pasión sexual se niega a morir no importando la edad ni la belleza física.

Tradicionalmente en la Plaza de Armas de Torreón los fines de semana se da el evento de baile para adultos mayores, el cual suele estar muy concurrido. Es una diversión cargada de nostalgia, de años, de achaques, pero donde persiste el entusiasmo y sobreviven las pasiones. Muchos van con su pareja; otros van en busca de pareja para bailar al son de los boleros, los danzones y las cumbias setenteras y ochenteras.

Los cuerpos ya cansados por el paso de los años y el peso de la vida, se mueven parsimoniosos. Cada quien lleva el atuendo más glamoroso que puede y es ajeno ya a las exigencias de la belleza física. Ellas lucen vestidos ajustados y brillantes, como de fiesta, le ponen empeño a un maquillaje que resulta muchas veces excesivo. Ya no hay cuerpos macizos, de piernas y senos firmes, ni vientres planos, tampoco hay cabelleras abundantes y dorsos fuertes, musculosos. Hay lo que han dejado los años, pero lo que importa es escapar al aburrimiento, a la rutina y al abandono.

Entre ese grupo siempre ha habido mujeres que están al menos por encima de los sesenta y hombres que están peleando con el calendario para no quitarle la hoja de los setentas, quienes van solos a buscar una aventura, pues en ello el fuego de la pasión sexual es necio, obstinado.

Más ellas que ellos, después de bailar invitan a su pareja, si les complace, a un lugar que se ubica a sólo media cuadra de la plaza de armas: Los Potrillos, un restaurant bar grande, con música en vivo donde se dan cita mujeres que se dedican profesionalmente a la venta del sexo, pero también estas señoras que invitan a su pareja a seguir bailando y a tomar cerveza.

Después de bailar y beber viene la invitación al hotel, que puede ser el Galicia o alguno otro cercano que cobre barato, porque lo más común es que sean ellas las que inviten y ellos se dejan querer.

El costo del sexo son las cervezas que se tome él, porque ellas beben más bien poco y el pago del hotel, que, sumados, pueden ser trecientos o trecientos cincuenta que salen de los ahorritos o de la modesta pensión que llega cada quincena.

Si es necesario y el vigor lo necesita, ellos llevan consigo como alcahuete una pastilla de Viagra, que les cuesta alrededor de ochenta pesos, porque además está de por medio el orgullo: quedar mal es una vergüenza y un reconocimiento de senilidad, lo que es todavía más vergonzoso.

Y es que el sexo transgresor no puede parar, jamás ha parado desde que el sexo fue atado a las normas sociales, que salen de unas para ser atrapado en otras, que pueden ser peores y castiga su transgresión con una ferocidad social que tiene instrumentos crueles, destructores, si el evasor lo permite.

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