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Desaparecidos: Entre la narcocultura, los grupos de búsqueda y la ineptitud y colusión de los gobiernos

Especiales / Especiales Principal / Slider / 27 mayo, 2019

Por: Gerardo Lozano

Ni todos inocentes, ni todos delincuentes. Las cerca de 30 mil desapariciones durante los dos últimos sexenios tienen un contexto nacional plagado de violencia y corrupción en el que se mediatizan casos específicos, pero poco se cuestiona a fondo toda la estructura sociogubernamental que desapareció a estas personas y que romantiza y entorpece su búsqueda.

Pasar unos días en un pueblo de Sinaloa es una experiencia que enseña, con nombres y apellidos, cómo el narcotráfico penetra una sociedad y se vuelve parte de su cultura y de su vida cotidiana, con todo lo que ello implica: el capo que controla la plaza, sus familiares que se ostentan en sus ruidosas camionetas, sus fiestas al son de la banda; los sicarios que son reclutados desde la adolescencia; las bonitas del pueblo que aspiran con sus encantos a cautivar los lujos que deja el negocio de la droga, el hecho de que muchas de las familias tienen parientes en el negocio y, en consecuencia tienen sus muertos y sus desaparecidos.

Es cosa de lo más frecuente el sepelio folclórico que incluye un recorrido por la calle principal. El ataúd costoso por delante,  los parientes detrás llorando y bebiendo, seguidos por la banda que no abandona al difunto hasta que lo hayan cubierto metros de tierra, y la ceremonia del duelo puede durar al menos por todo el día siguiente.

“Mataron al morro de los Rosales, al ‘Titino’; traía malas cuentas en Culiacán y vinieron por él. Pobre de doña Esther, ya es el segundo, al otro, el más grande, se lo desaparecieron, así nomás pos ya no volvió a aparecer”, comenta una vecina al paso de la banda, sin mayor pena, como quien cuenta algo cotidiano del pueblo.

Cualquiera sabe quién está metido en el negocio, como también cada quien decide si le entra o no. El beneficio está bien claro: ganar mucho más dinero que en un oficio ordinario, si logras ir subiendo; el costo también está bien claro: si la “mercancía” se pierde, te la roban o te gastas lo que debes entregar van por ti, donde quiera que estés. Lo menos que te puede pasar es una golpiza si la cosa es menor o un tiro, previa tortura, si el asunto es mayor, o bien, la desaparición.

“FUE COSA DE LA MALA SUERTE…”

“Miguel” comenzó su carrera delictiva cuando se dio de alta como agente de tránsito en Culiacán. Comenzó a “puchar” cantidades menores de droga. Subió a “mula” o “burrero”, llevando cargas de drogas de Culiacán a Tijuana. Para su mala suerte a la quinta entrega la patrulla fronteriza norteamericana lo agarró y fue remitido a una cárcel del estado de Texas. La condena no fue muy grande, por ser la primera vez y por el buen trabajo del abogado que le mandaron.

En la cárcel le prometió a sus padres que dejaría el negocio, pero lejos de eso: había hecho méritos y lo ascendieron, al salir se convirtió en mayorista o “kilero” y le comenzó a entrar dinero grande. Se manejaba entre Tijuana y Culiacán. Con su nueva posición vinieron los lujos, entre ellos una nueva pareja de aspecto extravagante y exigencias caras.

Todo caminaba como deslizador sobre el agua, pero vino una pérdida de mercancía y para pagarla tuvo que vender la casa que recién había adquirido. En su familia, lejos de ser una vergüenza o de las preocupaciones de su madre, que era la única que parecía consciente del peligro, “Miguel” era el hermano exitoso, el “chingón” de mano dadivosa.

Después de otro tiempo exitoso vino otra pérdida más grande y en esta ocasión no le alcanzó para pagar lo perdido y quedó con deudas. Se radicó permanentemente en Tijuana, pero tenía que visitar cada cierto tiempo Culiacán.

El desenlace fue trágico. Platicando en una fiesta con dos parientes, de pronto llegó una camioneta de vidrios oscuros, se bajaron dos sicarios con rifles en mano y le pidieron que se subiera, él lo hizo sin protestar, sin gritos y los dos parientes se quedaron ahí parados, viendo cómo la camioneta desaparecía entre el terregal y la oscuridad de la noche.

Pasó una semana y no se supo nada de Adriano, hasta que finalmente un conocido llamó a la casa de los padres con uno de los hermanos y les informó, “como amigo”, que “Miguel” estaba en la morgue de Culiacán, que fuera por él el “El Chino”, nadie más.

“El Chino” dejó su pistola encargada, sacó la camioneta y se fue directo a la morgue de Culiacán. Se identificó como pariente, dio las señas físicas particulares de “Miguel” y le mostraron un cuerpo, pero no era el de su primo. Pidió que le mostraran otro y después de revisarlo les comunicó a los encargados que sí era su pariente. ¿Cómo lo sabía? “Miguel” se había colocado algo parecido a una canica en la base del pene, para que lo pudieran identificar en caso de que llegara a suceder lo que no deseaba pero era probable. Su rostro no estaba reconocible y fue reportado abandonado en una finca, sin ropa alguna y sin identificación.

Si quien se identificó “como un amigo” no avisa, el cuerpo hubiera sido clasificado como desconocido y como tal incinerado después de cierto tiempo.

“Miguel” tuvo su sepelio como era de rigor, acompañado de la banda hasta que cayó la lápida sobre su tumba. El hecho no amedrentó en lo absoluto a los demás parientes que están en el negocio. Todos saben que pueden terminar igual, pero opinan que lo que a “Miguel” le pasó “fue cosa de la mala suerte”.

Un familiar mayor, ya casi en su sexta década, respondió cuando le preguntaron de qué había muerto el treintañero “Miguel”: “¿Y de qué va a ser? De lo que mueren los hombres acá”.

MEJOR 43 QUE 30 mil

Durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto se dieron, en cifras oficiales, un estimado de 30 mil desaparecidos, la gran mayoría de los cuales se presume fueron asesinados y enterrados en fosas clandestinas, o bien desintegrados por medio de sustancias químicas o calcinados y luego sus restos enterrados en fosas o esparcidos en predios rurales.

Entre esos 30 mil desaparecidos se dio el caso de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, quienes, en la versión hasta ahora más documentada, fueron “levantados” por sicarios del crimen organizado y policías, por órdenes de narcopolíticos, debido a una aparente confusión en la pugna entre dos grupos criminales que operan en ese estado.

Las escuelas normales de Guerrero se han convertido, desde hace décadas, en centros de adoctrinamiento de la extrema izquierda que maneja la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, por lo cual los normalistas se involucran desde su etapa de estudiantes en el activismo político.

Este caso de los 43 normalistas, en buena parte debido a los grupos políticos de la extrema izquierda magisterial y a los narcogobiernos locales, se convirtió en todo un fenómeno mediático, con repercusiones inclusive de carácter internacional y una gran inversión de recursos públicos, para llegar finalmente a nada.

Hasta la fecha no se pudieron localizar los restos de los 43 estudiantes, pero el caso sigue estando en los medios, lo que fue bastante útil para el gobierno federal anterior, debido a que estos 43 desaparecidos desvían la atención del terrible problema nacional: existen 30 mil personas desaparecidas, pero además se han tenido que enterrar miles de personadas asesinadas como desconocidos, debido a que nadie se presentó a reclamarles.

Se desconoce si antes de la incineración de todos esos cuerpos se les aplicó el protocolo de identidad biológica. Hay indicios de que en cientos de casos no se hizo.

La “guerra contra el narcotráfico”, que tuvo en La Laguna y en Coahuila su etapa más cruda de 2007 a 2012, dejó más de 2 mil personas desaparecidas, en una violentísima guerra entre las organizaciones del crimen organizado; la lucha de las fuerzas del ejército y la policía en contra de los comandos de sicarios y la corrupción de las policías que, en varios municipios, se convirtieron en instrumento del propio crimen organizado, como sucedió en los peores años en los municipios de la región lagunera, y las regiones coahuilenses norte, centro y carbonífera, pero de manera especialmente violenta en La Laguna y en las ciudades fronterizas.

La policía podía hacer detenciones de miembros de un cartel u organización y entregarlos a sus contrarios para su ejecución y desaparición. El horror no terminaba ahí: algunas cárceles fueron convertidas en centros de operación y de exterminio de miembros de organizaciones contrarias.

Eso nos lleva a una situación terrible: una gran parte de los ejecutados y desaparecidos estaban ligados, de una u otra forma, a las organizaciones del crimen, pero otra parte fueron gente común que era ejecutada y desaparecida simplemente por su parentesco con alguien, porque se encontraba en “el lugar equivocado a la hora equivocada” o porque se resistía a la extorsión y a las exigencias del crimen.

En Torreón se llevaron a cabo tres matanzas de jóvenes que debieron estar en los medios con más fuerzas que los 43 de Ayotzinapa: El Ferri, Las Juanas y Tornado, pero no había organizaciones políticas que organizaran el activismo. La causa principal de estas matanzas fue demencial: sólo para “calentar la plaza” a la organización criminal contraria.

En esa gigantesca lista de desaparecidos hay esos dos tipos de personas, aunque los parientes muy difícilmente aceptan los hechos en los cuales sus buscados estaban vinculados a alguna actividad ilícita, de cualquier tipo que esta haya sido.

Por años algunos grupos de familiares ligados a las víctimas desaparecidas se han dado a la tarea de buscar en diversos lugares de La Laguna y del estado lo que denominan como “cementerios clandestinos” o sitios de exterminio. La búsqueda, que tiene tintes macabros, hasta ahora ha servido básicamente de profilaxis o una manera de sobrellevar el dolor de la pérdida, más que tener alguna utilidad real para la localización de personas o siquiera la confirmación, a través de sus restos, de la muerte.

Estos grupos, casi todos ellos reducidos, comenzaron inicialmente por iniciativa propia, pero posteriormente han sido apoyados por el gobierno estatal, con recursos muy diversos.

El resultado ha sido reunir miles de pequeños pedazos de osamentas y, en casos muy contados, de piezas más útiles como dientes o pedazos de huesos mayores.

Hoy existe toda una bodega llena de esas piezas, pero la mayoría no tiene utilidad científica o bien se requeriría de recursos económicos enormes para poder procesar al menos una parte de esos restos.

Todo indica que esos restos se seguirán acumulando y se sabrá poco o nada de a quién pertenecieron, mucho menos todavía de los sicarios que perpetraron esa barbarie, muchos de los cuales se presume que también murieron en esa “guerra” demencial.

Se mataba por cualquier estupidez y con una impunidad absoluta, debido a la complicidad gubernamental de todos los niveles, pero especialmente se señala a los dos gobiernos que van de 2006 a 2011.

Existen también algunas incógnitas en torno a una parte de los desaparecidos: ¿fueron víctimas del crimen organizado, de los cuerpos policiacos y de alguna otra agrupación gubernamental, o se dieron a la fuga para radicarse en los Estados Unidos o en alguna ciudad grande del país, como la Ciudad de México?

Los medios de comunicación en el estado no podían investigar ni ahondar demasiado en el tema, aunque existieran denuncias de parientes y anónimos, porque todos los medios se encontraban amenazados y los reporteros totalmente desprotegidos, como hasta la fecha sucede.

Revista de Coahuila recibió, por años, la denuncia de casos de desaparición de muchas personas, varios de ellos gente ordinaria que todo indica fueron víctimas colaterales, pero también de otras personas que estaban involucradas en las actividades criminales de varias formas. Existen cuatro casos confirmados en los que posteriormente se aportó información sobre el contacto de los desaparecidos con sus parientes, desde ubicaciones de ciudades de los Estados Unidos, una vez que en el sexenio del segundo de los hermanos Moreira, la violencia descendió notoriamente y en buena medida desapareció de la región y del estado la presencia de la organización criminal que les buscaba.

Con el inicio del nuevo gobierno federal, ha sido creada una subsecretaría de la Secretaría de Gobernación, a cargo de Alejandro Encinas, denominada Subsecretaría de Derechos Humanos, la cual está declarando y generando compromisos de que actuarán, eficazmente, en torno al problema de los desaparecidos y las víctimas de la violencia que se han acumulado en los últimos doce años.

Si se parte únicamente del caso de Coahuila, generar expectativas en torno al tema de los desaparecidos parece algo muy poco responsable, dada la complejidad del problema y las pocas posibilidades de obtener resultados concretos.

El daño emocional y familiar para los parientes de los desaparecidos es enorme. Si se pierde a un familiar y se le puede dar el debido entierro y sobrellevar el luto, de alguna manera viene la sanación después de un tiempo de sufrimiento, pero en el caso de los desaparecidos la angustia y el dolor se vuelven permanentes, crónicos, lo que puede incluso causar un daño físico y emocional irreversible en sus seres queridos. No hay descanso y se vive con una herida abierta, que va minando la salud.

El nuevo gobierno federal puede caer en la irresponsabilidad de hacer cierto tipo de promesas, por las cuales afirma que ayudará a resolver este enorme problema, pero los gobiernos estatales, al menos este es el caso de Coahuila, saben que es sumamente difícil obtener resultados, inclusive invirtiendo recursos económicos.

Es muy legítimo que los familiares de los desaparecidos sigan en su lucha, pero la realidad está ahí después de más de seis años de búsquedas, de investigaciones y del trabajo de organizaciones de la sociedad civil.

Salvo excepciones, pasado un cierto tiempo las posibilidades de localizar a una persona que fue desaparecida y cuyos restos fueron enterrados o dispersados clandestinamente, es sumamente reducida, mínima.

Incluso en el caso de los muertos que no pudieron ser identificados y se les envió al crematorio, contando con fotografías y pruebas biológicas de identidad, la mayor parte de ellos permanecen en el anonimato. Nadie se presentó a reclamarlos, ya sea por miedo o porque fue gente que se perdió en la hoguera de la violencia que azota al país y que lejos de descender parece avivar más el horror que padecemos.

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Redacción




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