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Allende: un crimen de lesa humanidad

Análisis Político y Social / Coahuila / 27 mayo, 2019

Por: Gerardo Lozano

Aunque por años fue ocultado el hecho, el caso de Allende, Coahuila, es muchísimo más grave que sucesos como el de los 43 de Ayotzinapa, pero no recibió una atención mediática sino años después; incluso las investigaciones realizadas, algunas de ellas muy profesionales, tampoco han recibido la atención que merecen.

El caso Allende se puede sintetizar así de breve: todas las instancias gubernamentales y fuerzas de seguridad, incluido el ejército y la marina, entregaron un pueblo de aproximadamente 20 mil habitantes a la más brutal de las organizaciones criminales para que cobrara una venganza, del modo en que éste quisiera, dejando, por días, a la población civil en manos de los comandos de sicarios.

Jamás había sucedido algo así en el transcurso de la llamada “guerra contra el narcotráfico” y nunca, que se sepa, se ha vuelto a repetir.

El actual gobernador del estado, Miguel Riquelme Solís, ha pedido perdón a los habitantes de Allende por los hechos sucedidos en marzo de 2011, como un gesto de desagravio y de responsabilidad moral, pero a ocho años de distancia muchos han olvidado lo que se puede considerar como un crimen de lesa humanidad.

El gobernador interino del estado era Jorge Torres López, quien hoy se encuentra preso por delitos relacionados con el uso indebido del erario público y con fines de extradición a Estados Unidos, pero a quien no se le ha señalado responsabilidad alguna por lo ocurrido en 2011.

Aunque era gobernador interino, en los hechos no se puede hacer a un lado la influencia y corresponsabilidad que tendría Humberto Moreira Valdés, quien, de varias, formas, seguía manteniendo de facto el poder en la entidad.

 

DOS VERSIONES, AMBAS TERRIBLES

La versión popular sobre los hechos ocurridos en el 18 de marzo de 2011 es que arribaron a Allende al menos 50 camionetas pickup tripuladas por los soldados del narcotráfico, para llevar a cabo un operativo de devastación que les tomó varios días, todo ello con la ayuda de la policía municipal y la aparente anuencia del alcalde.

Los comandos del crimen, en la versión oficial proporcionada por los habitantes, procedieron de forma metódica, militar, acorde a la formación original que recibieron sus dirigentes, quienes pertenecieron a las fuerzas especiales del ejército mexicano.

Llevaban una relación meticulosa de las casas, negocios y ranchos que iban a saquear y destruir, e incluso se lo informaron al entonces presidente municipal, Sergio Lozano Rodríguez, panista.

El primer paso fue detener a quienes habitaban las casas incluidas en el listado, los negocios y los ranchos. Acto seguido saqueaban todo cuanto hubiera de valor en las fincas y se llevaban a sus ocupantes, vivos y sin rumbo definido. Todo esto sin disparar un tiro.

Después del saqueó permitían que los habitantes del pueblo llevaran a cabo la rapiña de los bienes que quedaban en las casas, como muebles o electrodomésticos.

Acabado el saqueo colectivo, los sicarios demolían las casas. A diferencias de las casas rústicas de adobe y viguería que conforman la mayor parte del pueblo, las casas demolidas o semiderruidas eran en su gran mayoría residencias modernas, de lujo, construidas en un estilo tipo norteamericano o algo parecido, algunas de ellas inclusive con alberca.

Tres años después la Subprocuraduría de Justicia del Estado hizo un conteo oficial de las residencias atacadas, reportando 29, pero sin incluir ranchos y casas a la redonda, que también fueron atacados.

Varias de las viviendas semiderruidas estaban a nombre de supuestos propietarios, en apariencia eran prestanombres de las familias Garza Gaytán o Moreno Villanueva.

UNA MASACRE SIN RASTROS

No se sabe con precisión el número de las personas que se llevaron los sicarios. Los pobladores han declarado en repetidas ocasiones que fueron por lo menos 300, mientras que las autoridades judiciales del estado hablan apenas de una treintena, entre los familiares, amigos y trabajadores de las familias Garza Gaytán y Moreno Villanueva.

Las investigaciones judiciales, que se llevaron a cabo hasta 2014, en dos ranchos de la familia Garza, especialmente el de Rodolfo Garza Garza, donde todavía cuatro años después de aquella barbarie se podía observar, de acuerdo al testimonio de varios reporteros que pudieron visitar el lugar, un enorme altero de botes de aceite diesel de 20 litros y una enorme cantidad de llantas, todo ello en las proximidades de la casa del rancho.

Se presume que en este lugar fue montada una “cocina” o crematorio de cadáveres, los que fueron disueltos a base de fuego y los restos, si es quedaron algunos, llevados al monte y dispersados, lo que hace imposible su localización.

Así desaparecieron por lo menos decenas de familiares, socios y empleados de Héctor Moreno Villanueva y José Luis Garza Gaytán, los dos capos que desataron el saqueo y la matanza de este pueblo del norte de Coahuila que era, como todos los demás pueblos de la región, un lugar apacible, donde una gran parte de la población es pariente entre sí, se conoce y lleva una estrecha convivencia, dedicado a quehaceres de tipo ganadero y agrícola o bien, se emplean en alguna industria maquiladora de algún municipio próximo, que se ubican a distancias muy cortas.

La vida transcurría en Allende de esta bucólica manera, hasta que Héctor Moreno Villanueva y José Luis Garza Gaytán, según consta en las declaraciones judiciales de miembros del crimen organizado detenidos e interrogados por las autoridades estadunidenses, debelaron la trama criminal.

Héctor Moreno Villanueva y José Luis Garza Gaytán, trabajaban en contubernio con Mario Alfonso Cuellar, quien reportaba a Miguel Ángel Treviño, conocido como el Z-40, en su momento uno de los líderes principales de esta organización del crimen organizado, que tomaría control de casi todo el territorio de Coahuila aproximadamente del 2006 hasta el 2012.

Mario Alfonso Cuellar declaró a la fiscalía texana que Garza Gaytán y Moreno Villanueva ayudaban a traficar entre 500 y 800 kilogramos de cocaína mensuales, a través de Eagle Pass, Texas, frontera con Piedras Negras, Coahuila.

Tanto José Luis Garza como Héctor Moreno tenían como su centro de operaciones su pueblo, Allende, donde comenzaron a invertir sus enormes ganancias en ranchos, negocios y propiedades.

El dinero fácil atrajo a muchos parientes y amigos de ambos, quienes, según refieren los lugareños, estaban felices con la prosperidad que había llegado al pueblo, pues además estaban dando trabajo bien pagado a otros paisanos, especialmente en los ranchos y en las actividades que llevaban a cabo.

Como es común, los altos mandos de los zetas comenzaron a sospechar que alguien de los encargados de la plaza de Piedras Negras estaba pasando información a la DEA estadunidense sobre sus actividades, para justificar el quedarse con una parte de las enormes utilidades.

Originalmente el principal sospechoso de traición era Mario Alfonso Cuellar, según lo refiere él mismo, pero posteriormente se descubriría que eran Héctor Moreno y José Luis Garza quienes estaban en relación con la DEA y, para protegerse, se acogieron al programa de testigos protegidos, delatando toda la actividad criminal que realizaban y complicando todas las operaciones del narcotráfico en el paso Piedras Negras-Eagle Pass, que hasta entonces era uno de los más estables y seguros para este cartel del narcotráfico.

Todo indica que esto desató la furia y fue el origen del ataque en contra del pueblo de Allende.

Héctor Moreno y José Luis Garza sólo protegieron a sus familias directas, pero dejaron a su suerte a todo el resto de su parentela, a sus socios, amigos y empleados, contra quienes recayó la cólera  de la organización, que buscaba vengar la traición cometida en su pacto de muerte que es obligado en el mundo criminal.

Muchos de los habitantes de Héctor Moreno y José Luis Garza sabían perfectamente a qué se dedicaban y decidieron colaborar o trabajar para ellos; no pensaron jamás que esto podría ser un riesgo mortal.

Sabían, sí, que el gobierno y la policía municipal estaban comprados, pero ignoraban que el gobierno estatal, las autoridades federales y las mismas fuerzas armadas iban a dejarlos abandonados en manos del ejército del crimen.

Allende es un crimen de lesa humanidad, de la forma en que se le quiera ver, pero de la parte gubernamental no hay señalado un solo responsable de mediano y menos de alto nivel.

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Redacción




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