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¿Y si Juárez no hubiera muerto? 

Crónica / 3 septiembre, 2018

Por: Álvaro González 

“Don Benito Juárez fue un pastorcito que nació en un pueblito llamado Guelatao, Oaxaca, y llegó a ser un gran presidente de la república”. 

Si me atengo a mi formación escolar, esa frase, que se pronunciaba en los discursos del aniversario del natalicio del “Benemérito de las Américas”, como luego se le llamó, es lo único que recuerdo sobre la vida y obra de Benito Juárez. 

Tal vez hoy los niños la siguen repitiendo en las escuelas públicas, tal vez no, pero lo que sí tengo bastante claro es que Juárez tiene plazas y estatuas por todo el país, la mayoría de ellas erigidas por Porfirio Díaz, “nuestro querido Porfirio” como le llamó el propio Juárez al héroe militar de la lucha contra el imperio, por lo cual todo mundo sabe que Juárez es un hombre ilustre, tanto que está en el santoral político del país y el día de su natalicio, que coincide con el inicio de la primavera, es de asueto nacional. 

Lo que también está claro es que fuera de los tres lugares comunes, de que era un indio zapoteco, que fue pastor cuando niño y que llegó a ser un notable presidente, son poquísimas las personas que conocen un poco más y, contados, quienes han leído alguna biografía, aunque sea breve, de este hombre sin el cual muy probablemente no seríamos México. 

Hoy Juárez está, digámoslo así, de moda. Es el héroe de Andrés Manuel López Obrador, quien se refiere a él cada que puede y, por lo pronto, ya le han dedicado el nuevo billete de 500 pesos, con lo cual estará de mano en mano por todo el próximo sexenio. 

Pero resulta que Benito Juárez es la antítesis de las características y la imagen de lo que las nuevas generaciones de hoy entienden por un héroe. 

Era un hombrecito que media apenas sobre el metro con 55 centímetros que, ya con los botines, alcanzaba el 1.60; delgado, con un rostro adusto y melancólico, casi siempre hermético, de pocas palabras, de trato más bien suave pero con un carácter de hierro. Aun para sus biógrafos sigue siendo un personaje un tanto misterioso, difícil de descifrar. 

Para hacerlo más austero aún, siempre vestía de levita negra, lo que acentuaba su pequeña estatura y le daba un aire un tanto sacerdotal. Nunca empuñó un arma y sin embargo ganó dos guerras. Era un abogado fanático de la ley, pero si no hubiese tomado esa profesión, hubiera sido sacerdote católico, religión que profesó hasta su muerte contra todo lo que se pudiera pensar o hacen pensar los poquísimos masones que todavía andan por ahí. Curiosamente también Porfirio Díaz hubiera sido sacerdote, pues ambos cursaron los estudios en el seminario de Oaxaca. 

Murió a los 65 años, cuando ya llevaba quince en el poder y no tenía la más mínima intención de dejar la presidencia de la república. Sus biógrafos opinan que su oportuna muerte le libró de haberse convertido en un dictador “democrático”. 

En fin, que si buscamos un personaje que no se parezca en nada a Andrés Manuel López Obrador, podríamos referirnos a Juárez, lo cual es bastante común: adorar a un héroe que encarna lo que desearíamos ser. 

Juárez era un político y gobernante sumamente reflexivo, que meditaba rigurosamente cada una de sus palabras y de sus acciones; Andrés Manuel primero habla y después es posible que piense sobre lo que dijo, o se ponga a justificarlo, por dar un ejemplo de qué tan opuesto es uno al otro.

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